sábado, 24 de septiembre de 2016

El jugador

La situación era maldito caos.

En unos lugares, los habitantes del mundo esclavizaban a sus semejantes buscando los beneficios económicos. Trabajando durante 17 horas por un salario miserable, los desafortunados morían de puro agotamiento mientras al otro lado del planeta otros se lucraban con su muerte.

Continentes enteros estaban condenados al hambre por los intereses de unas pocas naciones. Los niños morían antes de alcanzar edad suficiente para caminar, mientras que sus padres tenían una esperanza de vida tres veces menor que en los países opresores. Lo que en un país seguían siendo post adolescentes mimados en otro eran ancianos que miraban la muerte a los ojos.

Las riquezas de regiones pobres eran robadas a punta de arma mientras los líderes locales
miraban a otro lado, silenciados con drogas, prostitutas y las migajas que no necesitaban aquellos que convertían el país de sus padres en un erial.

Naciones enteras habían olvidado su cultura y orgullo, una verdadera fortuna en conocimiento, hundiéndose en la estulticia y la incultura. Sus ciudadanos estaban cada vez más gordos y apolillados, mientras los televisores les vendían remedios  falaces para ser hermosos, inteligentes y atractivos sin esfuerzo.  En la vivienda de al lado, mientras tanto, familias enteras eran obligadas a vivir en la calle por no poder pagar una miseria que no serviría a nadie ni para comprar el último teléfono de moda.

Unos locos mataban a manos llenas por religiones e ideales marchitos, tratando de frenar el avance del tiempo con unos ideales erróneos, usando las herramientas de destrucción que el mismo avance les ofrecía. Manipulando mensajes de paz, unos pocos empujaban a jóvenes a inmolarse para asesinar a  supuestos enemigos, obviando que eran los gobernantes de los asesinados los que les vendían sus propias armas mientras los líderes de ambos bandos vivían en la opulencia.

En los púlpitos, religiosos y ateos, predicaban contra el pecado, con las manos cargadas de anillos de oro manchadas de sangre. Ordenando sobre la vida y la muerte de la gente, sin importarles realmente las consecuencias de sus palabras más allá de la salud en sus cuentas bancarias.

Durante generaciones el mundo había sido esquilmado, arrasando como langostas y dejando desiertos a su paso, sin pensar en el futuro de las próximas generaciones. Los abuelos recordaban animales que los nietos jamás verían mientras el humo de las factorías hacían caer como piedras inertes desde el cielo.

Mientras tanto, los gobernantes invertían fortunas en crear armas capaces de reducir a cenizas el mundo entero en lugar de tratar de solucionar las enfermedades terminales que afligían a su mundo.



….
                Los ojos tras la pantalla se entornaron, confusos.

                No entendía nada. Aquel mundo era un sinsentido y no sabía por qué.

             Ya tenía mucha experiencia jugando y creía que esta vez lo había hecho todo bien. Había configurado un mundo rico y una raza inteligente y poderosa sin excesos.

             En otras partidas había creado seres cuya inteligencia era extrema, o con un físico ideal. Había creado seres que habitaban en el mar y en los cielos, algunos con mente de colmena y otros seres sin capacidad de raciocinio más allá del elemental. Incluso había creado seres sin capacidad para sentir, pensando que los sentimientos siempre parecían complicar la vida. Habían sido los cuarenta y cinco minutos más aburridos de su vida. Al parecer los sentimientos eran la base de la evolución y del desarrollo. Sin amor, sin odio, sin furia ni empatía, aquellas criaturas habían resultado ser unos monos bípedos sentados en una piedra con las manos en la entrepierna durante horas.

             Algunos de aquellas partidas habían fracasado porque sus creaciones no habían podido adaptarse a un cambio climático. Otros había sido destruidos por otra raza inteligente evolucionada a posteriori o se habían ido apagando por si solas debido a problemas de diseño. Por ahí tenía algunas partidas dónde todo el mundo había sido barrido a fuego y destrucción por un meteorito errante. Eran demasiados factores los que había que tener en cuenta y aquel juego era demasiado complicado, demasiado realista.

                Alguna ocasión, incluso, había sido él mismo el que había destruido su creación, ya fuera por aburrimiento o porque creía que no veía forma de solucionar los problemas que le habían surgido. Con el tiempo, sin embargo, había llegado a la conclusión que mientras menos afectara a la partida, menos probabilidades había de que un efecto mariposa acabara por complicarlo todo unos momentos después.
               
           Sin embargo, en esta ocasión creía que había encontrado el perfecto equilibrio, la configuración perfecta entre la naturaleza y las capacidades de sus pupilos. Pero aquellos estúpidos se habían empecinado en destruirse. Casi desde los albores de su historia se habían empecinado en desarrollar formas más y más efectivas en matarse unas a otras. La evolución técnica casi nunca había venido por el interés de buscar más alimento o mejores condiciones, sino por la forma más eficaz de acabar con el enemigo. Había visto algunas partidas en las que sin querer se habían hecho descubrimientos que les había llevado a la destrucción, pero nunca había visto a nadie que viviera siempre en el filo de la navaja.

                Puso la mano sobre el botón rojo que borraría la partida y que le aliviaría tantos dolores de cabeza, pero en el último momento se detuvo, pensando que quizá podría aprender para su próxima partida. Con un pensamiento dejó la imagen a un lado, en espera, y ya más adelante se pasaría a ver cómo le iba a aquel mundo sin su intervención.


                Cansado, se dejó llevar por sus pensamientos, flotando en el vacío para descansar en espera de la siguiente partida.