viernes, 24 de febrero de 2017

Odiseo




En ocasiones las leyendas que nos llegan están fragmentadas y dispersas, pues los cronistas sólo pueden contar aquello que conocen, y el mismo desgaste de la palabra tiende a borrar los hechos con los años.

En una de estas historias perdidas se cuenta como, en una ocasión durante su interminable periplo, Odiseo llegó a una inmensa isla cuyo nombre desconocía y, en la busca desesperada de agua y alimentos decidió avanzar valle adentro desde la playa para reponer víveres y proseguir su viaje de regreso a Ítaca. Quisieron los azares caprichosos de Tiqué, o más probablemente las imposiciones malditas de Poseidón, que Odiseo se viera separado de su tripulación entre espesas nieblas que cubrían un valle.

Agotado de andar durante horas sin rumbo, decidió dormir y esperar que la luz del alba aclarara la niebla y le enseñara el camino para volver con sus hombres. Su sorpresa fue mayúscula cuando, efectivamente, el amanecer lo liberó del yugo neblinoso pero sólo para mostrarle que se encontraba en una profunda hondonada de varios centenares de metros, imposible de escalar en ningún punto. Supo en ese instante que se encontraba atrapado en otra prueba divina, pues parecía imposible que aquel lugar hubiera surgido de forma natural. El gigantesco prado rodeado de níveas paredes de granito no parecía tener ninguna entrada transitable, algo imposible ya que por algún lugar debía haber entrado él durante la noche pasada.

Maldijo entre dientes a su destino, a los dioses, y en última instancia a su propio orgullo, pues no podía olvidar que, aunque aquellos castigos eran exagerados incluso para la veleidosidad divina, era su propio orgullo el que había precipitado su condena: sólo una vez había provocado a los dioses y, al parecer, lo estaría pagando por siempre.

Durante sus primeras exploraciones en busca de una salida tardó muy poco en encontrar a los otros habitantes de la hondonada: Al parecer los dioses lo habían designado como compañero de un rebaño de ovejas gigantes. De casi dos metros hasta la cruz, los regios animales pastaban tranquilamente cerca de la pared oeste, aprovechando los primeros rayos del sol de la mañana, y no se molestaron si quiera en observar por segunda vez a su nuevo vecino.

Durante días compartió de buena fe con sus ovinas compañeras una pequeña cascada que manaba entre la piedra para saciar su sed, pero al tercer día el hambre comenzó a ser insoportable, y aún a riesgo de insultar a algún otro dios, decidió que no podía seguir alimentándose con puñados de hierba y se animó a tratar de ordeñar a la que consideró más mansa del pequeño rebaño.

El animal resultó ser mucho más cordial de lo esperado y se dejó hacer sin un quejido. La leche con la que llenó el odre, a priori destinado para víveres para su barco, era cálida y sabrosa a la vez, su textura grasa le sació la tripa pero sin llenarla en exceso y supo, sin lugar a duda, que aquellos animales debían de tener algún origen divino, pues ninguna cosa que hubiera comido antes, incluso en los palacios de Calipso, lo había saciado jamás de aquella manera.

Una semana después, la idea de matar alguna de aquellos hermosos animales y probar su carne apareció en su mente, pero no tardó en arrepentirse de pensar así sobre unos seres que no habían hecho otra cosa que acogerlo y alimentarlo. Quizá para acallar su culpabilidad decidió tratar de construirles un refugio con las rocas y pequeños árboles que se repartían por todo el claro. Trabajó durante días pero al terminar, se acostó contento y caliente, compartiendo refugio con los profundos ronquidos del macho y líder de la manada como melodía de fondo.

De no haber sido por la preocupación por su tripulación, su mujer, su hijo y su patria, podría haber disfrutado de aquella vida tranquila y sin preocupaciones, pero el amor y las obligaciones venían a diario a recordarle que debía volver al mundo al que pertenecía. No pasaba noche en que no pensara en abrazar a su amada, y raro era el día en que la brisa no le traía caricias con olor a lavanda, el mismo aroma que siempre desprendía Penélope al entrar en su alcoba tras bañarse por las mañanas. Aquellos recuerdos lo castigaban como puñaladas, recordándole lo mucho que había perdido por culpa de la búsqueda de poder y riqueza de un tirano.

Tres lunas después, un suceso vino a acabar con su tranquila vida. De repente el Sol pareció eclipsarse y con un agudo chirrido que retumbó en todo el prado dos gigantescas águilas, de más de diez metros desde una punta a otra de las alas, se lanzaron contra una de las ovejas más ancianas, la empujaron contra el suelo y con un misericordioso picotazo en la yugular acabaron con su sufrimiento.

Durante varios minutos las águilas se dieron un festín con la carne de su presa antes de prestar atención por primera vez al humano:

                -¿Quién eres?- Dijo una con un tono profundo y cavernoso.

               -Y ¿Qué haces en nuestro prado? Continuó la segunda con una voz idéntica a su compañera, casi como si compartieran una misma mente.

                -Soy Odiseo, y me encuentro perdido en este valle sin salida. No es por mi propio designio que me encuentro aquí, más bien soy una víctima de la mala suerte y me encuentro perdido. ¿Sois por un casual las águilas divinas, aquellas que sirven a  Zeus?

                -¡Ten más respeto al hablar de nuestro señor, mortal! Y si, somos las sirvientas del alto tronante, las mensajeras del señor del Olimpo. ­- En ese momento ambos animales alzaron la vista hacia su rebaño y luego hacia el refugio construido por Odiseo, viendo por primera vez los restos de la actividad humana en el claro.

                -Llevas aquí mucho tiempo, por lo que vemos, supongo que está en los seres humanos tratar de cambiar incluso lo que es perfecto.

                -Sin embargo has sido amable con nuestro alimento, y además has resistido la tentación de alimentarte de una carne que no estaba reservada para ti. Te has mostrado noble y cauto, y por eso te concederemos un deseo. Pero sé precavido, pues no somos todopoderosas y estamos atadas a nuestras obligaciones.

                Largos minutos se sucedieron mientras el héroe trataba de realizar una buena elección hasta que al final, Odiseo dijo, seguro de sí mismo:

                -Deseo que me trasportéis a mi casa, a Ítaca, en vuestras espaldas.

            -Mucho me temo que eso no podemos hacerlo, pues sería contradecir los dictados de Poseidón, hermano de nuestro señor. Además, ningún mortal está destinado, ni estará jamás, a usar como montura a los sirvientes de Zeus Egíoco, el terrible. Pide otra cosa.

                -Enseñadme, pues, el camino hacia mi barco y mi tripulación.

                Tras mirarlo intensamente, ambas águilas comenzaron a reír.

               -¡En verdad eres tan sagaz como se rumorea humano!, pues al habernos pedido primero algo irrealizable, ahora nos vemos, por honor, obligadas a aceptar tu petición, aunque ello no haga del todo feliz a Poseidón. Hecho pues, síguenos sin más demora y te mostraremos el paso entre las rocas, oculto a ojos mortales hasta el día de hoy, para que puedas ir en busca de tu amada, pues lleva mucho tiempo esperándote.

                -Sin duda afortunado eres, que tienes una esposa que es capaz de esperarte durante tan largo tiempo. –Añadió jocosa una de las aves.

                -Aunque más afortunado serías si tuvieras una que te viniera a buscar. –Completó la chanza la segunda


                -Soy, sin duda, más afortunado de lo que pensáis, pues sé de buena tinta que mi amada más valiente y sagaz que yo es. Y si de ella dependiera ya ha tiempo que habría salido a mi encuentro, habría superado mis mismas pruebas sin dudar y nos estaríamos besando a mitad de este maldito periplo. Sin embargo obligaciones con mi pueblo y mi hijo la atan, así que debo de ser yo el que ande esta vereda a su encuentro. Más no os engañéis, pues ella es mil veces más valerosa que yo, y su nombre merece estar en las leyendas muy por encima del mío.