domingo, 20 de septiembre de 2015

El vagabundo


En una gran ciudad cómo aquella había centenares, quizá miles de vagabundos, de personas sin casa, trabajo ni familia. Por lo general la gente como esa no suele llamar la atención de los demás: con su limitado presupuesto los Servicios Sociales se limitan a mantener los comedores sociales y unos pocos hospicios donde podías pasar la noche, si no te importaba compartir la noche con borrachos, esquizofrénicos y pulgas del tamaño de cucarachas adictas a los anabolizantes. Sin embargo hace unos años algún concejal especialmente preocupado por la sociedad (esa preocupación le había durado exactamente dos sobornos) había decidido crear un sistema de asistencia y apoyo a los desprotegidos. Seth aún recordaba la cara del psicólogo con una carcajada.


—¿De verdad quiere oír mi historia?
—Claro que sí, es un buen punto de inicio, pero necesito que este relajado y confíe en mi.
—Usted lo ha querido, pero le aviso que no pienso ir a un psiquiátrico. No estoy loco, aunque en ocasiones hasta yo lo he creído.
—No se preocupe, este es mi trabajo, puede contarme lo que quiera.
—De acuerdo, pero no me interrumpa más — Añadió Seth con una mirada furibunda.

Nací en el año 900, década arriba o abajo, en lo que hoy sería el norte de España. Lo cierto es que no tuve una mala vida, por lo menos al principio. Mi aldea era tan pequeña y estaba tan alejada que ni siquiera llegaban los problemas. Era de esos sitios dónde sabes con quién vas a casarte prácticamente desde el momento en que naces, ya que la mitad de las candidatas son tus primas. Y la verdad es que en aquello también fui afortunado. Lera era preciosa y amable, crecimos juntos y estábamos prometidos antes de cumplir los dieciséis. La amaba con locura y ella me dio el mejor regalo que se puede dar: nuestro hijo Abraham. Vivíamos en una pequeña cabaña construida con piedra y madera por todos los vecinos en las afueras, trabajaba la tierra, cuidaba un pequeño rebaño de vacas y ayudaba en las tareas comunes del pueblo. Y sobre todo era muy feliz.

Por supuesto, aquello no podía durar. El año en que el pequeño cumplió las cuatro primaveras llegó la enfermedad: un tercio del pueblo murió, entre ellos mis padres y mi hermano. Lera también estuvo muy enferma y, aunque se recuperó, aquel año fue muy duro y no pude trabajar en condiciones nuestras tierras. Luego, llegó el invierno, seguramente el más frío de los anteriores cincuenta o sesenta años, y con el invierno llegó el hambre, ya que las escasas provisiones se agotaban y tratar de ir a cazar era peligroso por culpa del mal tiempo y los lobos hambrientos.

Un día en que salí con varios vecinos a tratar de cazar cualquier cosa que se nos cruzara, nos sorprendió una ventisca y me encontré sólo andando en círculos. Yo no era un cazador y no conocía demasiado el bosque, pero había oído las extrañas historias que se contaban sobre los bosques más cercanos a las montañas, y no tenía modo de saber dónde me encontraba por culpa del tiempo. Tras horas caminando en círculos oí unas carcajadas y me apresuré a correr en su dirección, esperando encontrarme a mis compañeros.

Sin embargo lo que me encontré fue un anciano apoyado en un bastón nudoso y cubierto por un manto raído. Mi primera reacción fue acercarme a ayudarle, pero al acercarme me dí cuenta que pese a estar encorvado, era al menos cinco centímetros más alto que yo, y comencé a recordar las terribles historias sobre brujas y monstruos que contaban los ancianos del pueblo.

— Me has encontrado —Dijo— Hacía mucho tiempo que nadie llegaba aquí.
—Hola... esto... ¿quién es usted?, ¿puedo ayudarle?
—La verdad es que mi nombre no importa, he tenido demasiados, pero soy yo el que puede ayudarte.
—¿Sabe salir del bosque?
—Por supuesto, pero no sólo eso, te ofrezco un don, el que elijas, pero ten cuidado, los deseos no siempre traen lo que uno espera.
—Está bromeando... ¿Quién eres? ¿Eres el demonio?
—No seas estúpido, ¿crees que el demonio ofrece deseos?, soy un anciano que vive en el bosque, y que tiene poder para ayudarte, no debes saber más.
—¿Que quieres a cambio?
—¡Veo que no eres tonto! — exclamó con una carcajada — Quiero una pequeñez, algo que casi no valdría la pena, pero es que soy un sentimental. Quiero tu alma.
—¿Que? ¡Me marcho! ¡Eres Satanás!
—Puedes marcharte, no te lo impediré, pero ¿estas seguro de que quieres ver a tu mujer y tu hijo morir de hambre?
—¿Cómo sabe usted...?
—Detalles, detalles sin importancia. Simplemente pídemelo y a tu familia no le faltará de nada.

Y lo hice, joder, claro que lo hice, tenía que hacerlo.

Al principio lo pasé muy mal pensando que me volvería un monstruo, que atacaría a mi hijo, o que un día el anciano aparecería en mi puerta y me arrancaría el corazón, pero nada pasó y me relajé. Los siguientes años fueron maravillosos, ya no tenía que trabajar, mi mujer pudo recuperarse con calma de la enfermedad sin tener que dejarse las manos cosiendo y la espalda segando. Todos envidiaban mi fortuna y comencé a volverme presumido. Me volví haragán y dejé de prestar atención a mi mujer y a mi hijo, así que un día, al volver de una juerga con unos amigos, mi mujer y mi hijo no estaban. Los busqué desesperadamente y los encontré en casa de sus padres. Les rogué durante horas llorando que volvieran conmigo, pero ella no quería hacerlo, decía que ya no me conocía, que no quería a ese hombre en que me había convertido. Estaba desesperado y no sabía qué hacer, asi que elegí la única opción que sabía que no fallaría, me levanté y me adentré en el bosque, buscando al ermitaño durante días.

—Esto si que es una novedad, nunca nadie había venido dos veces a buscarme.— Dijo con voz socarrona el anciano.
—¡Por tu culpa he perdido a mi familia!
—Yo no tengo culpa de nada, has sido tú el que los ha abandonado, así que no me grites muchacho — contestó con absoluta calma, olvidado ahora cualquier rastro de humor.
—¡Los quiero conmigo de nuevo!
—Ya tengo tu alma, ¡no tienes nada que ofrecerme así que márchate!
—¡Te daré lo que sea!¡Haré lo que me pidas! Por favor, haz que vuelvan a mi casa.
—No me presiones muchacho, o será peor para ti.
—¡No me iré de aquí si no me los devuelves!

Cogí una piedra de buen tamaño y me acerqué a él, decidido a atacarle, a matarle, a desahogar en él toda mi ira. Sin embargo, antes de dar dos pasos, comenzaron a oírse por todo el bosque el aullido de una jauría de lobos, y la sombra del anciano pareció alargarse hacía mí, en dirección contraria al resto de sombras del bosque, dejándome paralizado.

— De acuerdo, tu lo has querido, volverán a tu casa, pero el precio será el más alto que puedas pagar.

Libre de aquella sombra, corrí todo el camino hasta a mi casa, llorando de felicidad, deseando besar a mi mujer y abrazar a mi hijo. La casa estaba silenciosa, y comencé a sospechar que el anciano me había engañado. Avancé despacio hacia la puerta, esperando oír las risas de mi hijo o a mi mujer cantando cómo solía hacer mientras cocinaba. De repente oí un ruido, seguramente mi hijo abriendo la puerta para salir a saludarme, así que corrí hacia el para abrazarlo. Sin embargo, cuando estaba a un metro de la puerta, esta se abrió de repente y un lobo salió corriendo y me arrolló, tirándome al suelo. Tardé unos segundos en recuperarme y entrar corriendo a casa, y tal como temía, me encontré a mi hijo y mi mujer muertos en el suelo, con la garganta cortada y desangrados.

Primero llegó el dolor y el llanto, luego, la furia. Recorrí el bosque durante semanas, buscando a aquel demonio que me había quitado a mi familia, pero nunca encontré rastro del claro dónde me lo había encontrado dos veces. Al cabo de un mes, me quité la vida, tirándome por un precipicio llamado La caída de la Luna.

Fue entonces cuando descubrí realmente lo que ese ser me había preparado: Caí durante lo que me parecieron minutos, llorando por el miedo y por la alegría, contento por haber tenido el valor de hacer aquello. El suelo se acercaba y cerré los ojos esperando el fin. El dolor fue atroz, sentí cómo se me rompían las piernas y cómo las costillas se me clavaban en los pulmones. Agonicé durante mucho tiempo antes de morir, y cuando esta llegó me alegré más que de otra cosa en mi vida. Cerré los ojos... y los volví a abrir un segundo después, para observar el acantilado desde abajo, en medio de un charco de mi propia sangre, pero vivo, y completamente sano.

…..

—Comprenderá que no puedo creer esa historia ¿verdad?, Obviamente usted padece algún tipo de trastorno.
— Puede creer lo que quiera, la verdad es que no me importa.
—¿Alguna vez averiguó quién era aquel hombre? — Preguntó el psicólogo, siguiéndole el juego.
—No tengo ni idea, quizá fuera algún brujo, o quizá Satanás cómo pensé al principio, en ocasiones he pensado que quizá fuera Dios, castigándome por mis pecados. No lo sé, ni me importa.
— ¿Recuerda algo más?
— Solamente las caras de mi mujer, de mi hijo, y de ese bastardo.
— Eso no nos ayuda mucho
—Mire, no pretendo ayudarle, he sido mercader, campesino, soldado he incluso asesino, y jamás he conocido a nadie que mereciera realmente mi ayuda, y creame, hay ayudas que es mejor no tenerlas
—¿Asesino? — Exclamó alarmado el psicólogo
— Oh, no se preocupe, se lo merecían. Durante un tiempo pensé que debía matar a gente malvada para limpiar mis pecados, que así se acabaría mi maldición. Obviamente no tengo súper poderes, así que acabaron por atraparme y ahorcarme. No es una mala muerte, mucho mejor que la congelación, esa si es una mierda.
—¿Ha muerto usted congelado?
—Si, fue durante la invasión de Napoleón a Rusia, la verdad es que no se en que pensaba ese idiota, debió pensar que Rusia en invierno era el sitio ideal para un picnic. Morí tres veces durante dos meses intentando volver a un sitio civilizado por mi cuenta, dos congelado y uno de disentería. Desde entonces es pensar en Rusia y necesitar taparme con una o dos mantas.
—Así que estuvo en el ejército napoleónico... ahora me dirá que ha estado usted en todos los hechos importantes de la Historia ¿no?
—Chaval, esto no es un relato épico, durante el descubrimiento de América yo estaba muy tranquilo cuidando cabras en Escocia, y no sé dónde coño estaba cuando calló el muro de Berlín, seguramente borracho en Sidney.
— Comprendo...
—No comprende una mierda.

Después de aquello la conversación no llevó a ningún lado y Seth no volvió a terapia. Lo último que necesitaba era que un loquero le revolviera los recuerdos, así que volvió a las calles y siguió escondiéndose de los servicios sociales y de la policía, buscando la tranquilidad, dejando pasar la vida, otra vez

Aunque hacía unas horas que había amanecido Seth aún no se había despertado. La gente paseaba a su alrededor sin siquiera frenar el paso al esquivarlo, algo habitual en aquella ciudad atestada de mendigos y vagabundos. En los últimos tiempos de crisis mucha gente se había visto obligada a malvivir en la calle sin recursos, pero sin duda Seth era uno de los mas veteranos dentro de aquella selecta hermandad. Aunque lo cierto es que a él le daban igual la crisis, los otros vagabundos, o los atentados y las bombas que eran la comidilla de los medios de comunicación en los últimos meses. Algunos creían que se acercaba otra gran guerra, otros decían que el Apocalípsis llegaría pronto, él opinaba que fuera lo que fuera sería un espectáculo bastante entretenido.

Recogió las pocas monedas que algún buen samaritano, había dejado a sus pies y de dirigió a una cafetería cercana dónde lo conocían y no ponían pegas en servirle un café por las mañanas. Cuando se acercó al local no pudo pasar la puerta ya que la gente se apelotonaba en la puerta, exclamando de horror y señalando la televisión. Normalmente se habría marchado pero le picó la curiosidad y empujó la masa de gente para poder observar el noticiario

— ¡Es terrible!, ¡sin duda una catástrofe! Estamos a la espera de confirmación oficial pero nuestras fuentes aseguran que los muertos ascienden a varios centenares. —Exclamaba el presentador.
—Este nuevo atentando, el quinto en menos de un mes, solamente en nuestro país, y de nuevo sin que nadie reclame la autoría. Las autoridades están desbordadas, y se barajan una decena de posibles culpables, aunque de momento ningún especialista quiere lanzar conjeturas que sirvan para complicar aún más la situación.

Mientras los tertulianos analizaban la situación y sacaban oro de la desgracia ajena, iban desfilando imágenes de un edificio gubernamental ardiendo, de heroicos bomberos y policías tratando de salvar a las personas atrapadas y de gente huyendo y llorando desesperadamente. Seth estaba a punto de marcharse, aburrido, cuando una imagen lo dejó congelado: Con el incendio al fondo, un grupo de decenas de personas corrían en dirección contraria, los rostros llenos de ceniza eran terribles, absolutamente desesperados. Pero en una posición discreta, justo a la izquierda, un hombre no sólo no corría, sino observaba erguido el edificio ardiendo, con una expresión extraña, a medias entre orgullosa y esperanzada, ¡Aquel hombre!, ¡aquel maldito era el anciano del bosque, era aquel maldito demonio!. Y a su lado, dándole la mano y con una carita sonriente, estaba un niño de unos diez años. Allí estaba, su hijo.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

BEATHA



Para alguien de ciudad cómo Pedro la perspectiva de pasar los próximos seis meses en aquel pueblo en medio de ninguna parte era una pesadilla. Su empresa había sido contratada para ayudar en la construcción de un gaseoducto en las inmediaciones y le había tocado a él, el novato, desplazarse a aquel paraíso campestre lleno de insectos extremadamente amistosos y dónde Wifi era la golden retriever del hijo del alcalde.

Lo cierto es que la primera semana no había estado tan mal, durante casi diez horas al día trabajaba, lo que no le dejaba mucho tiempo para pensar. Por las tardes salía a dar paseos por las cercanías, disfrutando del aire fresco y agradeciendo la desintoxicación del teléfono móvil, los ordenadores y el ruido del tráfico. El problema llegó con el tiempo, ya que cuando se adaptó al ritmo de trabajo comenzó a llegar el aburrimiento, pasear por los mismos lugares ya no le atraía y la ciudad estaba a casi dos horas en coche por lo que ir al cine o quedar con sus amigos estaba descartado.

Apenas llevaba un mes y estaba pensando seriamente en renunciar a su trabajo, ya no podía soportar las horas de aburrimiento y las “silenciosas” noches plagadas de ruidos de animales que él siempre había creído que aparecían ya troceados en el supermercado, incluido un gallo con serios problemas de insomnio al que tenía planeado dar de comer su despertador cuando descubriera bajo que matorral se escondía para dar sus inspiradas serenatas a horas en las que cantar debería ser motivo de pena capital. Su padre siempre decía que a ciertas horas de la mañana “las calles aún no estaban colocadas”, pues bien, en el campo no solamente estaban colocadas sino que en ellas habían gallos, y con una guitarra al parecer.

En su cuarta semana estaba tan desesperado que decidió ir a la taberna del pueblo a tomar unas copas en solitario. La “Taberna del Herrero” parecía ser en todos los sentidos, el segundo edifico en importancia y tamaño después de la iglesia románica que dominaba el pueblo y muy por encima de el Ayuntamiento. De hecho era más probable encontrar al alcalde sentado en aquella barra que en su despacho. Allí se encontraban todas las tardes la mayoría de los hombres mayores de edad a tomar unas cervezas y hablar de las novedades del día. Lo que quiere decir que no hablaban demasiado. Repartidas por el local habían una serie de mesas donde los parroquianos jugaban a las damas o al dominó durante horas. Pero la mesa central estaba reservada para jugar a la baraja y Pedro no pudo evitar darse la vuelta en el taburete dónde estaba sentado y observar la partida con un codo apoyado en la barra y una pinta de cerveza en la otra mano.

Durante horas vio cómo aquellos cinco hombres disputaban una partida a uno de esos juegos que se tarda diez minutos en entender y una vida en dominar. En el centro de la mesa había un heterogéneo grupo de tabas, garbanzos y piedritas blancas que al parecer se usaban para contar los tantos y un gran grupo de naipes que se repartían entre los jugadores. Al final de cada mano los jugadores cogían o entregaban algunos tantos a la mesa de acuerdo a quien sabe que motivos y se volvían a repartir las cartas, dejando siempre un buen mazo en el montón central.

Esa noche Pedro no entendió mucho del juego y decidió que era algo sin importancia, pero se sorprendió al darse cuenta de que a las pocas horas de estar despierto estaba deseando acudir a la taberna por la tarde y pedir a alguno de los jugadores que le enseñara las normas y ,quizá, jugar algunas manos. Probablemente de no haber estado tan centrado pensando en esa tarde, se habría dado cuenta que aquella había sido la primera noche que dormía a pierna suelta en semanas.

—Buenas tardes — Dijo Pedro horas depués a uno de los hombres sentados a la mesa —.Ayer estuve observándoles jugar y me preguntaba si podrían explicarme las reglas.
—¡Claro muchacho! Siéntate, observa y pregunta cuando no entiendas algo, ya verás que no es demasiado complicado.
—Y... ¿cómo se llama este juego?
—Se llama Beatha, aunque nosotros le llamamos simplemente “el juego” queda mas impresionante — Dijo entre risas el jugador rubio de la izquierda, llamado Luis.

El parroquiano de mayor edad, que resultó llamarse Pedro igual que él, le explicó que en el mazo había un total de cien cartas divididas en cuatro grupos de veinte cartas: Oros, espadas, espigas y plumas, y otras veinte cartas que no pertenecían a ninguno de los grupos anteriores entre los que habían cartas tan curiosas cómo el Vagabundo, el Obispo, la Bruja, el Ladrón, el Afortunado, el Enamorado o el Lloroso.

En general parecía que acumular oros solía ser un buen camino a la victoria, pero solían perder ante las espigas, las espadas ganaban en ocasiones, especialmente si se combinaban con oros, mientras que las plumas ganaban a espadas si estas no eran numerosas, pero siempre perdían contra las espigas. Cada grupo de cartas estaba ordenado de mayor a menor. Las reinas eran las cartas mas valiosas de cada palo, pero eran extraordinariamente fáciles de perder, mientras que los infantes eran más raros, pero cuando aparecían eran casi siempre una carta de triunfo.

Por mucho que observaba no lograba entender el objetivo del juego: los tantos parecían ser importantísimos, pero en ocasiones los jugadores sacrificaban varios para poder obtener una buena carta, pero tampoco parecía que hubiera una combinación de la baraja que otorgara la victoria absoluta, de modo que Pedro cada vez observaba mas atento el extraño ritmo de la partida, perdiendo la noción del tiempo. Era difícil saber durante cuantas horas vio jugar a sus compañeros ya que en ocasiones las manos se aceleraban y en pocos minutos la partida daba un vuelco, mientras que otras veces un jugador podía tardar minutos en hacer su siguiente jugada sin que los rivales se plantearan siquiera el molestarse por ello.

Al acabar la noche la partida no se había decidido de modo que los cinco hombres recogieron los tantos y se llevaron cada uno para su casa su montoncito, mientras que el montón central y la baraja quedaron en la mesa, esperando a continuar la partida al día siguiente exactamente en el mismo punto. Esta situación se alargó durante días hasta que Pedro, totalmente intrigado tuvo que preguntar:

—Perdón pero... ¿cómo se termina este juego? Cuando se acaben los tantos, ¿gana el que más tenga?
—Que va, si los tantos se acaban cada jugador entrega la mitad de los suyos al montón central y se sigue jugando, pero es algo que yo sólo he visto pasar una o dos veces en mi vida, normalmente el juego tiene tantos para todos.
—¿Entonces?
—Muy simple, si te sale la muerte y no logras quitártela antes de tener que enseñar tu mano, pierdes y los demás ganan— Dijo Amador seriamente.
La partida se alargó así durante un tiempo hasta que una semana más tarde, cuando apenas llevaban media hora de juego, en anciano Pedro chasqueó con la lengua y enseñó su mano: La reina de espigas, el infante de plumas, el tres de plumas, el as de espadas y la muerte.

—Bueno chicos, esto a sido todo, supongo que yo pierdo.
—A todos nos tiene que tocar alguna vez.
—Es verdad, bueno a sido un placer, añadió dando la mano a todos los jugadores y marchándose por la puerta.

Sorprendentemente, el resto de jugadores no celebraron la victoria sino que parecieron entristecerse de acabar la partida, de modo que todos pusieron sus tantos y cartas en la mesa y se marcharon, despidiéndose hasta el día siguiente. Pedro, sin embargo, decidió quedarse un rato más tomando unas copas, con la esperanza de que otro grupo de parroquianos tomara la mesa y comenzara otra partida, completamente decidido a unirse a ella. Dos horas después había tomado ya cuatro pintas y la mesa seguía vacía, de modo que se despidió del camarero y volvió a su casa, decidido a sentarse a la mesa de juego al día siguiente, pasara lo que pasase.

…...

—Hey chicos , ¿qué tal estáis?
—Pues un asco de día, cómo siempre.
—Ah... claro.... bueno... estaba pensando... ¿Vais a jugar hoy?¿Puedo unirme?
—¡Claro hombre!, siéntate aquí, a mi izquierda.
—¿Ese no es el lugar de Pedro?
—Él no va a volver a jugar con nosotros, créeme, el asiento es tuyo.

…...

Desde la barra, un joven rubio de ojos azules miraba interesado hacia la mesa y se preguntaba que juego era aquel tan extraño y se planteaba acercarse a preguntar si podían enseñarle.