En una gran ciudad cómo
aquella había centenares, quizá miles de vagabundos, de personas
sin casa, trabajo ni familia. Por lo general la gente como esa no
suele llamar la atención de los demás: con su limitado presupuesto
los Servicios Sociales se limitan a mantener los comedores sociales y
unos pocos hospicios donde podías pasar la noche, si no te
importaba compartir la noche con borrachos, esquizofrénicos y pulgas
del tamaño de cucarachas adictas a los anabolizantes. Sin embargo
hace unos años algún concejal especialmente preocupado por la
sociedad (esa preocupación le había durado exactamente dos
sobornos) había decidido crear un sistema de asistencia y apoyo a los desprotegidos. Seth aún recordaba la cara del psicólogo con una
carcajada.
—¿De verdad quiere
oír mi historia?
—Claro que sí, es un
buen punto de inicio, pero necesito que este relajado y confíe en
mi.
—Usted lo ha querido,
pero le aviso que no pienso ir a un psiquiátrico. No estoy loco,
aunque en ocasiones hasta yo lo he creído.
—No se preocupe, este
es mi trabajo, puede contarme lo que quiera.
—De acuerdo, pero no
me interrumpa más — Añadió Seth con una mirada furibunda.
…
Nací en el año 900,
década arriba o abajo, en lo que hoy sería el norte de España. Lo
cierto es que no tuve una mala vida, por lo menos al principio. Mi
aldea era tan pequeña y estaba tan alejada que ni siquiera llegaban
los problemas. Era de esos sitios dónde sabes con quién vas a
casarte prácticamente desde el momento en que naces, ya que la mitad
de las candidatas son tus primas. Y la verdad es que en aquello
también fui afortunado. Lera era preciosa y amable, crecimos juntos
y estábamos prometidos antes de cumplir los dieciséis. La amaba con
locura y ella me dio el mejor regalo que se puede dar: nuestro hijo
Abraham. Vivíamos en una pequeña cabaña construida con piedra y
madera por todos los vecinos en las afueras, trabajaba la tierra,
cuidaba un pequeño rebaño de vacas y ayudaba en las tareas comunes
del pueblo. Y sobre todo era muy feliz.
Por supuesto, aquello no
podía durar. El año en que el pequeño cumplió las cuatro
primaveras llegó la enfermedad: un tercio del pueblo murió, entre
ellos mis padres y mi hermano. Lera también estuvo muy enferma y,
aunque se recuperó, aquel año fue muy duro y no pude trabajar en
condiciones nuestras tierras. Luego, llegó el invierno, seguramente
el más frío de los anteriores cincuenta o sesenta años, y con el
invierno llegó el hambre, ya que las escasas provisiones se agotaban
y tratar de ir a cazar era peligroso por culpa del mal tiempo y los
lobos hambrientos.
Un día en que salí con
varios vecinos a tratar de cazar cualquier cosa que se nos cruzara,
nos sorprendió una ventisca y me encontré sólo andando en
círculos. Yo no era un cazador y no conocía demasiado el bosque,
pero había oído las extrañas historias que se contaban sobre los
bosques más cercanos a las montañas, y no tenía modo de saber
dónde me encontraba por culpa del tiempo. Tras horas caminando en
círculos oí unas carcajadas y me apresuré a correr en su
dirección, esperando encontrarme a mis compañeros.
Sin embargo lo que me
encontré fue un anciano apoyado en un bastón nudoso y cubierto por
un manto raído. Mi primera reacción fue acercarme a ayudarle, pero
al acercarme me dí cuenta que pese a estar encorvado, era al menos
cinco centímetros más alto que yo, y comencé a recordar las
terribles historias sobre brujas y monstruos que contaban los
ancianos del pueblo.
— Me has encontrado
—Dijo— Hacía mucho tiempo que nadie llegaba aquí.
—Hola... esto...
¿quién es usted?, ¿puedo ayudarle?
—La verdad es que mi
nombre no importa, he tenido demasiados, pero soy yo el que puede
ayudarte.
—¿Sabe salir del
bosque?
—Por supuesto, pero no
sólo eso, te ofrezco un don, el que elijas, pero ten cuidado, los
deseos no siempre traen lo que uno espera.
—No seas estúpido,
¿crees que el demonio ofrece deseos?, soy un anciano que vive en el
bosque, y que tiene poder para ayudarte, no debes saber más.
—¿Que quieres a
cambio?
—¡Veo que no eres
tonto! — exclamó con una carcajada — Quiero una pequeñez, algo
que casi no valdría la pena, pero es que soy un sentimental. Quiero
tu alma.
—¿Que? ¡Me marcho!
¡Eres Satanás!
—Puedes marcharte, no
te lo impediré, pero ¿estas seguro de que quieres ver a tu mujer y
tu hijo morir de hambre?
—¿Cómo sabe
usted...?
—Detalles, detalles
sin importancia. Simplemente pídemelo y a tu familia no le faltará
de nada.
Y lo hice, joder, claro
que lo hice, tenía que hacerlo.
Al principio lo pasé
muy mal pensando que me volvería un monstruo, que atacaría a mi
hijo, o que un día el anciano aparecería en mi puerta y me
arrancaría el corazón, pero nada pasó y me relajé. Los siguientes
años fueron maravillosos, ya no tenía que trabajar, mi mujer pudo
recuperarse con calma de la enfermedad sin tener que dejarse las
manos cosiendo y la espalda segando. Todos envidiaban mi fortuna y
comencé a volverme presumido. Me volví haragán y dejé de prestar
atención a mi mujer y a mi hijo, así que un día, al volver de una
juerga con unos amigos, mi mujer y mi hijo no estaban. Los busqué
desesperadamente y los encontré en casa de sus padres. Les rogué
durante horas llorando que volvieran conmigo, pero ella no quería
hacerlo, decía que ya no me conocía, que no quería a ese hombre en
que me había convertido. Estaba desesperado y no sabía qué hacer,
asi que elegí la única opción que sabía que no fallaría, me
levanté y me adentré en el bosque, buscando al ermitaño durante
días.
—Esto si que es una
novedad, nunca nadie había venido dos veces a buscarme.— Dijo con
voz socarrona el anciano.
—¡Por tu culpa he
perdido a mi familia!
—Yo no tengo culpa de
nada, has sido tú el que los ha abandonado, así que no me grites
muchacho — contestó con absoluta calma, olvidado ahora
cualquier rastro de humor.
—¡Los quiero conmigo
de nuevo!
—Ya tengo tu alma, ¡no
tienes nada que ofrecerme así que márchate!
—¡Te daré lo que
sea!¡Haré lo que me pidas! Por favor, haz que vuelvan a mi casa.
—No me presiones
muchacho, o será peor para ti.
—¡No me iré de aquí
si no me los devuelves!
Cogí una piedra de buen
tamaño y me acerqué a él, decidido a atacarle, a matarle, a
desahogar en él toda mi ira. Sin embargo, antes de dar dos pasos,
comenzaron a oírse por todo el bosque el aullido de una jauría de
lobos, y la sombra del anciano pareció alargarse hacía mí, en
dirección contraria al resto de sombras del bosque, dejándome
paralizado.
— De acuerdo, tu lo
has querido, volverán a tu casa, pero el precio será el más alto
que puedas pagar.
Libre de aquella sombra,
corrí todo el camino hasta a mi casa, llorando de felicidad,
deseando besar a mi mujer y abrazar a mi hijo. La casa estaba
silenciosa, y comencé a sospechar que el anciano me había engañado.
Avancé despacio hacia la puerta, esperando oír las risas de mi hijo
o a mi mujer cantando cómo solía hacer mientras cocinaba. De
repente oí un ruido, seguramente mi hijo abriendo la puerta para
salir a saludarme, así que corrí hacia el para abrazarlo. Sin
embargo, cuando estaba a un metro de la puerta, esta se abrió de
repente y un lobo salió corriendo y me arrolló, tirándome al
suelo. Tardé unos segundos en recuperarme y entrar corriendo a casa,
y tal como temía, me encontré a mi hijo y mi mujer muertos en el
suelo, con la garganta cortada y desangrados.
Primero llegó el dolor
y el llanto, luego, la furia. Recorrí el bosque durante semanas,
buscando a aquel demonio que me había quitado a mi familia, pero
nunca encontré rastro del claro dónde me lo había encontrado dos
veces. Al cabo de un mes, me quité la vida, tirándome por un
precipicio llamado La caída de la Luna.
Fue entonces cuando
descubrí realmente lo que ese ser me había preparado: Caí durante
lo que me parecieron minutos, llorando por el miedo y por la alegría,
contento por haber tenido el valor de hacer aquello. El suelo se
acercaba y cerré los ojos esperando el fin. El dolor fue atroz,
sentí cómo se me rompían las piernas y cómo las costillas se me
clavaban en los pulmones. Agonicé durante mucho tiempo antes de
morir, y cuando esta llegó me alegré más que de otra cosa en mi
vida. Cerré los ojos... y los volví a abrir un segundo después,
para observar el acantilado desde abajo, en medio de un charco de mi
propia sangre, pero vivo, y completamente sano.
…..
—Comprenderá que no
puedo creer esa historia ¿verdad?, Obviamente usted padece algún
tipo de trastorno.
— Puede creer lo que
quiera, la verdad es que no me importa.
—¿Alguna vez averiguó
quién era aquel hombre? — Preguntó el psicólogo, siguiéndole el
juego.
—No tengo ni idea,
quizá fuera algún brujo, o quizá Satanás cómo pensé al
principio, en ocasiones he pensado que quizá fuera Dios,
castigándome por mis pecados. No lo sé, ni me importa.
— ¿Recuerda algo más?
— Solamente las caras
de mi mujer, de mi hijo, y de ese bastardo.
— Eso no nos ayuda
mucho
—Mire, no pretendo
ayudarle, he sido mercader, campesino, soldado he incluso asesino, y
jamás he conocido a nadie que mereciera realmente mi ayuda, y
creame, hay ayudas que es mejor no tenerlas
—¿Asesino? —
Exclamó alarmado el psicólogo
— Oh, no se preocupe,
se lo merecían. Durante un tiempo pensé que debía matar a gente
malvada para limpiar mis pecados, que así se acabaría mi maldición.
Obviamente no tengo súper poderes, así que acabaron por atraparme y
ahorcarme. No es una mala muerte, mucho mejor que la congelación,
esa si es una mierda.
—¿Ha muerto usted
congelado?
—Si, fue durante la
invasión de Napoleón a Rusia, la verdad es que no se en que pensaba
ese idiota, debió pensar que Rusia en invierno era el sitio ideal
para un picnic. Morí tres veces durante dos meses intentando volver
a un sitio civilizado por mi cuenta, dos congelado y uno de
disentería. Desde entonces es pensar en Rusia y necesitar taparme
con una o dos mantas.
—Así que estuvo en el
ejército napoleónico... ahora me dirá que ha estado usted en todos
los hechos importantes de la Historia ¿no?
—Chaval, esto no es un
relato épico, durante el descubrimiento de América yo estaba muy
tranquilo cuidando cabras en Escocia, y no sé dónde coño estaba
cuando calló el muro de Berlín, seguramente borracho en Sidney.
— Comprendo...
—No comprende una
mierda.
Después de aquello la
conversación no llevó a ningún lado y Seth no volvió a terapia.
Lo último que necesitaba era que un loquero le revolviera los
recuerdos, así que volvió a las calles y siguió escondiéndose de
los servicios sociales y de la policía, buscando la tranquilidad,
dejando pasar la vida, otra vez
Aunque hacía unas horas
que había amanecido Seth aún no se había despertado. La gente
paseaba a su alrededor sin siquiera frenar el paso al esquivarlo,
algo habitual en aquella ciudad atestada de mendigos y vagabundos. En
los últimos tiempos de crisis mucha gente se había visto obligada a
malvivir en la calle sin recursos, pero sin duda Seth era uno de los
mas veteranos dentro de aquella selecta hermandad. Aunque lo cierto
es que a él le daban igual la crisis, los otros vagabundos, o los
atentados y las bombas que eran la comidilla de los medios de
comunicación en los últimos meses. Algunos creían que se acercaba
otra gran guerra, otros decían que el Apocalípsis llegaría pronto,
él opinaba que fuera lo que fuera sería un espectáculo bastante
entretenido.
Recogió las pocas
monedas que algún buen samaritano, había dejado a sus pies y de
dirigió a una cafetería cercana dónde lo conocían y no ponían
pegas en servirle un café por las mañanas. Cuando se acercó al
local no pudo pasar la puerta ya que la gente se apelotonaba en la
puerta, exclamando de horror y señalando la televisión. Normalmente
se habría marchado pero le picó la curiosidad y empujó la masa de
gente para poder observar el noticiario
— ¡Es terrible!, ¡sin
duda una catástrofe! Estamos a la espera de confirmación oficial
pero nuestras fuentes aseguran que los muertos ascienden a varios
centenares. —Exclamaba el presentador.
—Este nuevo atentando,
el quinto en menos de un mes, solamente en nuestro país, y de nuevo
sin que nadie reclame la autoría. Las autoridades están
desbordadas, y se barajan una decena de posibles culpables, aunque de
momento ningún especialista quiere lanzar conjeturas que sirvan para
complicar aún más la situación.
Mientras los tertulianos
analizaban la situación y sacaban oro de la desgracia ajena, iban
desfilando imágenes de un edificio gubernamental ardiendo, de
heroicos bomberos y policías tratando de salvar a las personas
atrapadas y de gente huyendo y llorando desesperadamente. Seth estaba
a punto de marcharse, aburrido, cuando una imagen lo dejó congelado:
Con el incendio al fondo, un grupo de decenas de personas corrían en
dirección contraria, los rostros llenos de ceniza eran terribles,
absolutamente desesperados. Pero en una posición discreta, justo a
la izquierda, un hombre no sólo no corría, sino observaba erguido
el edificio ardiendo, con una expresión extraña, a medias entre
orgullosa y esperanzada, ¡Aquel hombre!, ¡aquel maldito era el
anciano del bosque, era aquel maldito demonio!. Y a su lado, dándole
la mano y con una carita sonriente, estaba un niño de unos diez
años. Allí estaba, su hijo.