Para alguien de ciudad cómo Pedro la
perspectiva de pasar los próximos seis meses en aquel pueblo en medio
de ninguna parte era una pesadilla. Su empresa había sido contratada
para ayudar en la construcción de un gaseoducto en las inmediaciones
y le había tocado a él, el novato, desplazarse a aquel paraíso
campestre lleno de insectos extremadamente amistosos y dónde Wifi
era la golden retriever del hijo del alcalde.
Lo cierto es que la primera semana no
había estado tan mal, durante casi diez horas al día trabajaba, lo
que no le dejaba mucho tiempo para pensar. Por las tardes salía a
dar paseos por las cercanías, disfrutando del aire fresco y agradeciendo la desintoxicación del teléfono móvil,
los ordenadores y el ruido del tráfico. El problema llegó con el
tiempo, ya que cuando se adaptó al ritmo de trabajo comenzó a llegar el
aburrimiento, pasear por los mismos lugares ya no le atraía y la
ciudad estaba a casi dos horas en coche por lo que ir al cine o
quedar con sus amigos estaba descartado.
Apenas llevaba un mes y estaba
pensando seriamente en renunciar a su trabajo, ya no podía soportar
las horas de aburrimiento y las “silenciosas” noches plagadas de
ruidos de animales que él siempre había creído que aparecían ya
troceados en el supermercado, incluido un gallo con serios problemas
de insomnio al que tenía planeado dar de comer su despertador cuando
descubriera bajo que matorral se escondía para dar sus inspiradas
serenatas a horas en las que cantar debería ser motivo de pena
capital. Su padre siempre decía que a ciertas horas de la mañana
“las calles aún no estaban colocadas”, pues bien, en el campo no
solamente estaban colocadas sino que en ellas habían gallos, y con
una guitarra al parecer.
En su cuarta semana estaba tan
desesperado que decidió ir a la taberna del pueblo a tomar unas
copas en solitario. La “Taberna del Herrero” parecía ser en
todos los sentidos, el segundo edifico en importancia y tamaño
después de la iglesia románica que dominaba el pueblo y muy por
encima de el Ayuntamiento. De hecho era más probable
encontrar al alcalde sentado en aquella barra que en su despacho. Allí se
encontraban todas las tardes la mayoría de los hombres mayores de
edad a tomar unas cervezas y hablar de las novedades del día. Lo que
quiere decir que no hablaban demasiado. Repartidas por el local
habían una serie de mesas donde los parroquianos jugaban a las
damas o al dominó durante horas. Pero la mesa central estaba
reservada para jugar a la baraja y Pedro no pudo evitar darse la vuelta en el taburete dónde estaba sentado y observar la
partida con un codo apoyado en la barra y una pinta de cerveza en la
otra mano.
Durante horas vio cómo aquellos cinco
hombres disputaban una partida a uno de esos juegos que se tarda diez
minutos en entender y una vida en dominar. En el centro de la mesa
había un heterogéneo grupo de tabas, garbanzos y piedritas blancas
que al parecer se usaban para contar los tantos y un gran grupo de
naipes que se repartían entre los jugadores. Al final de cada mano
los jugadores cogían o entregaban algunos tantos a la mesa de
acuerdo a quien sabe que motivos y se volvían a repartir las cartas,
dejando siempre un buen mazo en el montón central.
Esa noche Pedro no entendió mucho del
juego y decidió que era algo sin importancia, pero se sorprendió al
darse cuenta de que a las pocas horas de estar despierto estaba
deseando acudir a la taberna por la tarde y pedir a alguno de los
jugadores que le enseñara las normas y ,quizá, jugar algunas manos.
Probablemente de no haber estado tan centrado pensando en esa tarde,
se habría dado cuenta que aquella había sido la primera noche que
dormía a pierna suelta en semanas.
—Buenas tardes — Dijo Pedro horas depués a uno de los hombres sentados a la mesa —.Ayer estuve observándoles jugar y me preguntaba si podrían explicarme las reglas.
—¡Claro muchacho! Siéntate, observa
y pregunta cuando no entiendas algo, ya verás que no es demasiado
complicado.
—Y... ¿cómo se llama este juego?
—Se llama Beatha, aunque nosotros le
llamamos simplemente “el juego” queda mas impresionante — Dijo
entre risas el jugador rubio de la izquierda, llamado Luis.
El parroquiano de mayor edad, que
resultó llamarse Pedro igual que él, le explicó que en el mazo
había un total de cien cartas divididas en cuatro grupos de veinte
cartas: Oros, espadas, espigas y plumas, y otras veinte cartas que no
pertenecían a ninguno de los grupos anteriores entre los que habían
cartas tan curiosas cómo el Vagabundo, el Obispo, la Bruja, el Ladrón, el Afortunado, el Enamorado o el Lloroso.
En general parecía que acumular oros
solía ser un buen camino a la victoria, pero solían perder ante las
espigas, las espadas ganaban en ocasiones, especialmente si se
combinaban con oros, mientras que las plumas ganaban a espadas si
estas no eran numerosas, pero siempre perdían contra las espigas.
Cada grupo de cartas estaba ordenado de mayor a menor. Las reinas
eran las cartas mas valiosas de cada palo, pero eran extraordinariamente
fáciles de perder, mientras que los infantes eran más raros, pero
cuando aparecían eran casi siempre una carta de triunfo.
Por mucho que observaba no lograba
entender el objetivo del juego: los tantos parecían ser
importantísimos, pero en ocasiones los jugadores sacrificaban varios
para poder obtener una buena carta, pero tampoco parecía que hubiera
una combinación de la baraja que otorgara la victoria absoluta, de
modo que Pedro cada vez observaba mas atento el extraño ritmo de la
partida, perdiendo la noción del tiempo. Era difícil saber durante
cuantas horas vio jugar a sus compañeros ya que en ocasiones las
manos se aceleraban y en pocos minutos la partida daba un vuelco,
mientras que otras veces un jugador podía tardar minutos en hacer su
siguiente jugada sin que los rivales se plantearan siquiera el
molestarse por ello.
Al acabar la noche la partida no se
había decidido de modo que los cinco hombres recogieron los tantos y
se llevaron cada uno para su casa su montoncito, mientras que el
montón central y la baraja quedaron en la mesa, esperando a
continuar la partida al día siguiente exactamente en el mismo punto.
Esta situación se alargó durante días hasta que Pedro, totalmente
intrigado tuvo que preguntar:
—Perdón pero... ¿cómo se termina
este juego? Cuando se acaben los tantos, ¿gana el que más tenga?
—Que va, si los tantos se acaban cada jugador
entrega la mitad de los suyos al montón central y se sigue jugando,
pero es algo que yo sólo he visto pasar una o dos veces en mi vida,
normalmente el juego tiene tantos para todos.
—¿Entonces?
—Muy simple, si te sale la muerte y no
logras quitártela antes de tener que enseñar tu mano, pierdes y los
demás ganan— Dijo Amador seriamente.
La partida se alargó así durante un
tiempo hasta que una semana más tarde, cuando apenas llevaban media
hora de juego, en anciano Pedro chasqueó con la lengua y enseñó su
mano: La reina de espigas, el infante de plumas, el tres de plumas,
el as de espadas y la muerte.
—Bueno chicos, esto a sido todo,
supongo que yo pierdo.
—A todos nos tiene que tocar alguna
vez.
—Es verdad, bueno a sido un placer,
añadió dando la mano a todos los jugadores y marchándose por la
puerta.
Sorprendentemente, el resto de
jugadores no celebraron la victoria sino que parecieron entristecerse
de acabar la partida, de modo que todos pusieron sus tantos y cartas
en la mesa y se marcharon, despidiéndose hasta el día siguiente.
Pedro, sin embargo, decidió quedarse un rato más tomando unas
copas, con la esperanza de que otro grupo de parroquianos tomara la
mesa y comenzara otra partida, completamente decidido a unirse a
ella. Dos horas después había tomado ya cuatro pintas y la mesa
seguía vacía, de modo que se despidió del camarero y volvió a su
casa, decidido a sentarse a la mesa de juego al día
siguiente, pasara lo que pasase.
…...
—Hey chicos , ¿qué tal estáis?
—Pues un asco de día, cómo siempre.
—Ah... claro.... bueno... estaba
pensando... ¿Vais a jugar hoy?¿Puedo unirme?
—¡Claro hombre!, siéntate aquí, a
mi izquierda.
—¿Ese no es el lugar de Pedro?
—Él no va a volver a jugar con
nosotros, créeme, el asiento es tuyo.
…...
Desde la barra, un joven rubio de ojos
azules miraba interesado hacia la mesa y se preguntaba que juego era
aquel tan extraño y se planteaba acercarse a preguntar si podían
enseñarle.
Interesante relato, pero algo frio y desconcertante con un desenlace que se intuía de antemano. Ánimo y a seguir publicando historias.
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