Era la segunda semana consecutiva que
llovía sin parar, algo muy extraño en Canarias en pleno Octubre.
Como cada mañana Ulises iba a la oficina a trabajar con su compañero
en el mismo coche. Era un arreglo perfecto, compartían gastos y si
alguno se dormía el otro lo avisaba llamándole por teléfono. Ambos
tenían un despertar lento, por lo que no solían hablar en el
trayecto de ida, preferían oír la radio deportiva, las tertulias
políticas, o bien se turnaban para poner cada uno su música.
Esa mañana le había tocado conducir
a Ulises, y cómo siempre que llovía, habían elegido una ruta algo
más larga, pero menos transitada, ya que cuando llovía la carretera
principal solía colapsarse. Aquella era una vía secundaria plagada
de paradas de guaguas, curvas bastante complicadas y peligrosos
barrancos, por lo que la gente solía evitarla siempre que podía,
sin embargo ellos odiaban profundamente los embotellamientos de
tráfico por lo que preferían coger aquel camino.
Ulises tenía la costumbre de ir
mirando las caras de la gente con quien se cruzaban mientras
conducía. Aquello sacaba de quicio a Oliver, que decía que era
muy peligroso y algún día acabarían chocando contra un árbol por
culpa de alguna chica guapa, pero era algo que Ulises no podía
controlar, por lo que se limitaba a no comentar nada sobre la gente a
la que observaba. Ese día, sin embargo, no pudo evitar soltar una
exclamación al ver a una chica que se encontraba sentada esperando
en una parada.
— ¡Coño es
ella!
— ¿Qué? ¿Quién? ¿Que pasa? —
exclamó un adormilado Oliver
— Una chica que conocí hace años.
Siempre me gustó pero nunca le dije nada.
— Que raro, conociéndote…
— Si crees que soy tímido tendrías
que haberme conocido en el instituto
— ¿En el instituto? ¿Era una
compañera tuya del instituto? Me tomas el pelo ¿Verdad?
— Que no, es en
serio, hacía muchos años que no la veía, ¡pero estoy seguro de
que es ella!
— Vale igual sí
que es, ¿pero que más da?
— ¡Voy a hablar
con ella! ¡Está claro!
— ¿Qué vas a
hacer Ulises? ¿Vas a dar la vuelta en una rotonda y recorrer cinco
kilómetros para hablar con una chica que seguramente ni te recuerda
y que está bajo la lluvia esperando en la parada de guagua?
— No sé…
— ¡Se echaría
a correr y pediría una orden de alejamiento tío! O peor, ¡se
reiría de ti!
— Ella no haría
eso, no es así.
— ¿Y tú que
sabes? No la conoces, ¡tu mismo dices que hace mucho que no la ves!
¿Cuánto? ¿Quince? ¿Veinte años?
—Tienes razón
supongo…
—No te pongas
así... vale me ha dado curiosidad, cuéntame sobre ella.
…
Díone llegó a mi pueblo cuando yo
tenía unos quince años. El curso había empezado hacía ya unos
meses y aunque no estaba en mi clase enseguida me fijé en ella.
Tenía un largo pelo negro que le llegaba a media espalda, la piel
clara y unos ojos verde esmeralda preciosos. Pregunté a algunos de
sus compañeros de clase sobre ella, y al parecer era extremadamente
inteligente, aunque bastante reservada y tímida. Yo ya había
observado que en el descanso no solía hablar con nadie y que siempre
se marchaba rápidamente al acabar las clases, pero al parecer ni
siquiera en clase solía charlar con sus compañeros.
Al parecer era también bastante
enfermiza, ya que solía faltar a clase, especialmente en los días
de mucho calor o calima. Nunca hacía ningún tipo de deporte aunque
tenía un cuerpo delgado y elegante, pero al parecer debía de ser
una bendición de la genética.
Sin embargo lo que
más me gustaba de ella era la voz. Creo que no se daba cuenta, pero
a veces, cuando iba a solas por los pasillos, Díone se ponía a
cantar para si misma. Tenía una voz profunda y melodiosa, que iba
desde unos graves tristísimos hasta unos agudos vibrantes. Lo más
increíble es que, aunque estoy seguro que no lo pretendía, cuando
cantaba lograba que se hiciera el silencio a su alrededor, y los
adolescentes hiperhormonados parecían mutar en corderitos que
entraban en las clases en silencio.
Por supuesto era
imposible que ella se fijara en alguien como yo. En lo único que nos
parecíamos era en no ser populares, pero yo sabía que en su caso
era por elección propia, mientras que yo era el rey de los
invisibles. Alto, delgado, con acné, seguramente para todos excepto
para mis escasos amigos debía de ser “ese chico raro que se sienta
a leer en el recreo”.
Bueno eso si se
habían fijado en mi. Seguramente para las chicas del instituto ni
siquiera debía existir. Decir que no tenía suerte con las chicas
hubiera sido un eufemismo, ya que nunca había intentado nada con las
pocas que me habían gustado. Como buen adolescente me debatía entre
el odio y la atracción por el género contrario, sin embargo todo
ello daba igual ya que la timidez siempre me había impedido hablar
con cualquier chica para algo que no fuera pedirle un bolígrafo o
los apuntes de matemáticas.
Durante dos años
me limité a observarla en los recreos y los cambios de clase, y a
temblar de frustración cada vez que otro chico se acercaba a ella.
Tardé todo ese tiempo en armarme de valor, pero decidí que le
contaría todo lo que sentía en el viaje de fin de curso, al acabar
el instituto. Por desgracia su familia aprovechó aquel momento para
mudarse y no fue al viaje.
Después de eso me
la he encontrado alguna vez en las fiestas del pueblo y creo que otra vez en un centro comercial. Sin embargo siempre fue de lejos, además
de que yo por entonces estaba con mi ex y no era cuestión de hacer
una tontería.
…
Durante las
siguientes dos semanas Ulises siguió pasando por el mismo camino
cada mañana, y en todas las ocasiones vio a la misma chica morena y
delgada esperando en la misma parada. Hacía ya días que no llovía
pero siempre cogían la misma ruta, y aunque Oliver nunca comentó
nada, sabía perfectamente porqué llevaban varios días haciendo lo
que él llamaba “el recorrido turístico.
Ese lunes, el
teléfono de Ulises vibró a las seis y media de la mañana. Era un
mensaje de Oliver.
—“Hoy no iré
a trabajar, estoy enfermo, ya se lo he dicho al jefe… Tío,
aprovecha y haz lo que tengas que hacer”
Con una media
sonrisa Ulises se desperezó y se bañó, pensando para si que le
debía una o dos copas a su amigo, pasara lo que pasase. Durante todo
el camino iba tarareando una vieja canción, marcando el ritmo con su
mano contra el volante, tratando de controlar sus nervios. Sin
embargo la decisión estaba tomada y el ya no era el niño tímido de
hacía quince años… al menos no del todo.
Quizá fue por
esos nervios por lo que no vio la furgoneta blanca que venía
demasiado deprisa, trazó mal una curva y le obligó a maniobrar,
saliéndose de la carretera.
…
Esa misma tarde Díone paseaba por la
playa cuando salió a su encuentro una chica escultural, rubia, de
ojos azules, que tanto podría haber tenido dieciocho años cómo
treinta, aunque ella sabía que era
bastante más vieja.
— Hola hermana, ¡Cuánto tiempo ha
pasado! Padre ya te echaba de menos.
— ¿Que tal estás Psámate?
— ¡Hermana! ¡Ya te he dicho que no
me llames así! Nuestro padre fue muy cruel al ponerme ese nombre —
Protestó mohína mientras daba un pisotón en la arena.
— Nuestro padre siempre ha sido
cruel, hermana, y también voluble y con un sentido del humor cruel —
Dijo por darle la razón, aunque en su fuero interno sabía que no
existía un nombre mejor para su rubia y delicada hermana.
— ¡Tu no tienes un nombre tan
horrible, así que no puedes decir nada! Pero bueno… ¿Por qué has
tardado tanto esta vez?
— La verdad es
que no lo sé, creo que por que me amaba de verdad.
— ¿Eso no lo
hace más fácil?
— ¿No lo
entiendes? A veces, es más difícil intentar atrapar algo que
realmente necesitas que una cosa que sólo quieres por capricho. Su
destino estaba sellado desde el primer día, pero las Moiras
decidieron ser muy crueles esta vez.
Tras esto, Díone se zambulló en el
agua para que su hermana no viera las lágrimas que comenzaban a
correr por sus mejillas, y no volvió a emerger.