miércoles, 21 de octubre de 2015

Díone

          Era la segunda semana consecutiva que llovía sin parar, algo muy extraño en Canarias en pleno Octubre. Como cada mañana Ulises iba a la oficina a trabajar con su compañero en el mismo coche. Era un arreglo perfecto, compartían gastos y si alguno se dormía el otro lo avisaba llamándole por teléfono. Ambos tenían un despertar lento, por lo que no solían hablar en el trayecto de ida, preferían oír la radio deportiva, las tertulias políticas, o bien se turnaban para poner cada uno su música.

           Esa mañana le había tocado conducir a Ulises, y cómo siempre que llovía, habían elegido una ruta algo más larga, pero menos transitada, ya que cuando llovía la carretera principal solía colapsarse. Aquella era una vía secundaria plagada de paradas de guaguas, curvas bastante complicadas y peligrosos barrancos, por lo que la gente solía evitarla siempre que podía, sin embargo ellos odiaban profundamente los embotellamientos de tráfico por lo que preferían coger aquel camino.

            Ulises tenía la costumbre de ir mirando las caras de la gente con quien se cruzaban mientras conducía. Aquello sacaba de quicio a Oliver, que decía que era muy peligroso y algún día acabarían chocando contra un árbol por culpa de alguna chica guapa, pero era algo que Ulises no podía controlar, por lo que se limitaba a no comentar nada sobre la gente a la que observaba. Ese día, sin embargo, no pudo evitar soltar una exclamación al ver a una chica que se encontraba sentada esperando en una parada.

— ¡Coño es ella!
            — ¿Qué? ¿Quién? ¿Que pasa? — exclamó un adormilado Oliver
            — Una chica que conocí hace años. Siempre me gustó pero nunca le dije nada.
            — Que raro, conociéndote…
            — Si crees que soy tímido tendrías que haberme conocido en el instituto
            — ¿En el instituto? ¿Era una compañera tuya del instituto? Me tomas el pelo ¿Verdad?
— Que no, es en serio, hacía muchos años que no la veía, ¡pero estoy seguro de que es ella!
— Vale igual sí que es, ¿pero que más da?
— ¡Voy a hablar con ella! ¡Está claro!
— ¿Qué vas a hacer Ulises? ¿Vas a dar la vuelta en una rotonda y recorrer cinco kilómetros para hablar con una chica que seguramente ni te recuerda y que está bajo la lluvia esperando en la parada de guagua?
— No sé…
— ¡Se echaría a correr y pediría una orden de alejamiento tío! O peor, ¡se reiría de ti!
— Ella no haría eso, no es así.
— ¿Y tú que sabes? No la conoces, ¡tu mismo dices que hace mucho que no la ves! ¿Cuánto? ¿Quince? ¿Veinte años?
—Tienes razón supongo…
—No te pongas así... vale me ha dado curiosidad, cuéntame sobre ella.


            Díone llegó a mi pueblo cuando yo tenía unos quince años. El curso había empezado hacía ya unos meses y aunque no estaba en mi clase enseguida me fijé en ella. Tenía un largo pelo negro que le llegaba a media espalda, la piel clara y unos ojos verde esmeralda preciosos. Pregunté a algunos de sus compañeros de clase sobre ella, y al parecer era extremadamente inteligente, aunque bastante reservada y tímida. Yo ya había observado que en el descanso no solía hablar con nadie y que siempre se marchaba rápidamente al acabar las clases, pero al parecer ni siquiera en clase solía charlar con sus compañeros.

           Al parecer era también bastante enfermiza, ya que solía faltar a clase, especialmente en los días de mucho calor o calima. Nunca hacía ningún tipo de deporte aunque tenía un cuerpo delgado y elegante, pero al parecer debía de ser una bendición de la genética.

Sin embargo lo que más me gustaba de ella era la voz. Creo que no se daba cuenta, pero a veces, cuando iba a solas por los pasillos, Díone se ponía a cantar para si misma. Tenía una voz profunda y melodiosa, que iba desde unos graves tristísimos hasta unos agudos vibrantes. Lo más increíble es que, aunque estoy seguro que no lo pretendía, cuando cantaba lograba que se hiciera el silencio a su alrededor, y los adolescentes hiperhormonados parecían mutar en corderitos que entraban en las clases en silencio.

Por supuesto era imposible que ella se fijara en alguien como yo. En lo único que nos
parecíamos era en no ser populares, pero yo sabía que en su caso era por elección propia, mientras que yo era el rey de los invisibles. Alto, delgado, con acné, seguramente para todos excepto para mis escasos amigos debía de ser “ese chico raro que se sienta a leer en el recreo”.

Bueno eso si se habían fijado en mi. Seguramente para las chicas del instituto ni siquiera debía existir. Decir que no tenía suerte con las chicas hubiera sido un eufemismo, ya que nunca había intentado nada con las pocas que me habían gustado. Como buen adolescente me debatía entre el odio y la atracción por el género contrario, sin embargo todo ello daba igual ya que la timidez siempre me había impedido hablar con cualquier chica para algo que no fuera pedirle un bolígrafo o los apuntes de matemáticas.

Durante dos años me limité a observarla en los recreos y los cambios de clase, y a temblar de frustración cada vez que otro chico se acercaba a ella. Tardé todo ese tiempo en armarme de valor, pero decidí que le contaría todo lo que sentía en el viaje de fin de curso, al acabar el instituto. Por desgracia su familia aprovechó aquel momento para mudarse y no fue al viaje.

Después de eso me la he encontrado alguna vez en las fiestas del pueblo y creo que otra vez en un centro comercial. Sin embargo siempre fue de lejos, además de que yo por entonces estaba con mi ex y no era cuestión de hacer una tontería.


Durante las siguientes dos semanas Ulises siguió pasando por el mismo camino cada mañana, y en todas las ocasiones vio a la misma chica morena y delgada esperando en la misma parada. Hacía ya días que no llovía pero siempre cogían la misma ruta, y aunque Oliver nunca comentó nada, sabía perfectamente porqué llevaban varios días haciendo lo que él llamaba “el recorrido turístico.

Ese lunes, el teléfono de Ulises vibró a las seis y media de la mañana. Era un mensaje de Oliver.

—“Hoy no iré a trabajar, estoy enfermo, ya se lo he dicho al jefe… Tío, aprovecha y haz lo que tengas que hacer”

Con una media sonrisa Ulises se desperezó y se bañó, pensando para si que le debía una o dos copas a su amigo, pasara lo que pasase. Durante todo el camino iba tarareando una vieja canción, marcando el ritmo con su mano contra el volante, tratando de controlar sus nervios. Sin embargo la decisión estaba tomada y el ya no era el niño tímido de hacía quince años… al menos no del todo.

Quizá fue por esos nervios por lo que no vio la furgoneta blanca que venía demasiado deprisa, trazó mal una curva y le obligó a maniobrar, saliéndose de la carretera.

Esa misma tarde Díone paseaba por la playa cuando salió a su encuentro una chica escultural, rubia, de ojos azules, que tanto podría haber tenido dieciocho años cómo treinta, aunque ella sabía que era
bastante más vieja.


            — Hola hermana, ¡Cuánto tiempo ha pasado! Padre ya te echaba de menos.
            — ¿Que tal estás Psámate?
            — ¡Hermana! ¡Ya te he dicho que no me llames así! Nuestro padre fue muy cruel al ponerme ese nombre — Protestó mohína mientras daba un pisotón en la arena.
            — Nuestro padre siempre ha sido cruel, hermana, y también voluble y con un sentido del humor cruel — Dijo por darle la razón, aunque en su fuero interno sabía que no existía un nombre mejor para su rubia y delicada hermana.
            — ¡Tu no tienes un nombre tan horrible, así que no puedes decir nada! Pero bueno… ¿Por qué has tardado tanto esta vez?
— La verdad es que no lo sé, creo que por que me amaba de verdad.
— ¿Eso no lo hace más fácil?
— ¿No lo entiendes? A veces, es más difícil intentar atrapar algo que realmente necesitas que una cosa que sólo quieres por capricho. Su destino estaba sellado desde el primer día, pero las Moiras decidieron ser muy crueles esta vez.

             Tras esto, Díone se zambulló en el agua para que su hermana no viera las lágrimas que comenzaban a correr por sus mejillas, y no volvió a emerger.


martes, 13 de octubre de 2015

El Rey Zombie


El rey Alexandros, tercero del mismo nombre en el linaje de la casa de Dáren, se encontraba repantigado en su trono sin hacer caso a aquellos dos tontos que trataban de llamar su atención, aunque más les hubiera valido ser los bufones de la corte. Al rey Zombie no le interesaban aquellos nobles despreciables.

El monarca tenía más de sesenta años pero conservaba un físico imponente, endurecido por una vida entregada a la guerra y al poder. Había ascendido al trono con apenas doce años de edad, cuando el antiguo visir había condimentado la comida de su padre con destilado de mandrágora, pensando que el joven Alexandros sería un monarca mucho más influenciable. Lo cierto es que lo fue, aproximadamente durante los diez minutos que tardó en ordenar la decapitación del visir por regicidio y traición. La segunda gran orden de su reinado consistió en nombrar un alto consejo formado por generales, magos, comerciantes y otras mentes brillantes de su reino, algunos de los cuales habían caído en desgracia en el pasado debido a sus opiniones contrarias al gobierno de su padre.

El reino de Agtéa había sido en el pasado un imperio glorioso, cuyas fronteras se extendían desde el desierto de Amán al este hasta el océano exterior al oeste, y desde las islas gélidas al norte hasta las tierras de las grandes manadas de elefantes al sur. Sin embargo el territorio heredado por Alexandros era uno más dentro de una decena de reinos diseminados por toda la costa del Mar del Anillo. Aunque técnicamente seguía siendo un reino enorme, en la práctica cada condado era independiente, muchos de los cuales eran más populosos y ricos que la capital, con ejércitos propios y castas de gobernantes orgullosas y antiguas.

Alexandros podría haber sido un monarca más, pero decidió que devolvería a su reino toda la antigua gloria, y aunque le había llevado cuarenta años lo había conseguido. Luchó en tantas batallas que apenas podía recordarlas todas, en pocos años su talento cómo general era reconocido y temido por el resto de gobernantes ya que una serie de rápidas y brillantes campañas había sojuzgado a sus reinos vecinos y extendido sus tentáculos sobre las rutas comerciales que rodeaban el Mar del Anillo, consiguiendo así una fuente de riquezas casi inagotable.

Pero no solamente había sido un general incomparable, también había demostrado ser un político extremadamente hábil: por un lado se había ganado la lealtad de los condados que habían hecho la vida imposible de sus antepasados, mediante pactos, cesiones de territorios, y el uso de la mano dura cuando fue necesario, consiguió unir toda la nobleza del reino bajo su égida, consiguiendo en menos de una década un poder cómo el que no se recordaba en ningún monarca agteano en el anterior milenio. Además, trató con justicia a los reinos vecinos conquistados, y aunque no le tembló el pulso en acabar con aquellos que se le enfrentaron, respetó a sus gobernantes cuando estos le juraron lealtad. Estos territorios no tardaron en prosperar, ya que Alexandros creó una legislación justa, que respetaba a todos sus súbditos, y exigía con el máximo rigor a sus gobernadores que cumplieran he hicieran cumplir dicha ley. Bajo su enérgico reinado Agtéa alcanzó un esplendor nunca recordado, y los reinos conquistados no tardaron en sentirse cómodos bajo su gobierno. Parte de su triunfo diplomático lo cimentó en una serie de matrimonios de conveniencia con las hijas de los nobles más poderosos y los antiguos monarcas de los reinos conquistados. Con esta política el rey Alexandros puso por delante el interés de Agtéa que el suyo propio, y consiguió una gran estabilidad y una fuerte unión de todos los gobernantes del pujante imperio.

Seguramente el mayor logro de su reinado fue llegar a una alianza con la ciudad de Korial, la legendaria urbe de los magos. Gobernada por un consejo formado por los cien hechiceros más poderosos del mundo, Korial había sido absolutamente independiente desde su fundación, cuando los fundadores de Agtéa eran aún nómadas y pastores de ovejas. El consejo de Korial se regía por las leyes de la magia y solamente respetaba a las fuerzas de la naturaleza que imponían los límites a estas leyes. Ningún monarca había conseguido jamás controlar Korial y cualquier intento de conquista había fracasado estrepitosamente. Sin embargo Alexandros había propuesto al consejo algo que no habían podido rechazar: Los magos se comprometerían a respetar las leyes de los reinos donde vivieran y jamás tratarían de controlar el poder fuera de Korial, y a cambio se les permitiría construir academias en todas las ciudades del reino, y sobre todo, los dotados nunca más serían perseguidos por sus poderes y siempre se les permitiría estudiar para controlar sus dotes. Así se forjó un pacto que cambió el mundo para siempre.

Durante toda su vida Alexándros había hecho gala de una energía y una fuerza casi sobre humana, pero ahora se había recluido en su castillo y había dejado el gobierno en manos del consejo. Apenas acudía a actos oficiales, y cuando lo hacía parecía ajeno a todo, como si algo le hubiera robado la energía para seguir viviendo. Los rumores sacudían la corte, algunos preocupados, otros interesados en medrar en el vacío de poder. Le llamaban el Rey Zombie… y la culpa era de ella.

Aquella mujer había llegado a la corte y en unos meses se había hecho con el control del monarca pese a ser la última y menos importante de sus esposas aquella extraña se había convertido en la piedra clave de la corte. Era la hija segunda de un noble menor, y pocos habían entendido el matrimonio, ya que al contrario que las anteriores, aquella unión no había aportado tierras ni ejércitos a la corona, y su padre no era lo suficientemente importante como para que su apoyo fuera necesario para el rey. Alexandros jamás había actuado movido por su capricho, así que aquel matrimonio con una mujer sin importancia treinta y cinco años menor había descolocado a todo el mundo. Y lo cierto es que ni siquiera era una mujer demasiado hermosa, de haberlo sido la corte la habría clasificado cómo mujer trofeo y habría pasado a otra cosa, pero hecho de que no lo fuera hacía la situación aún más desconcertante.

 La recién llegada se instaló y muy pronto las cosas comenzaron a cambiar. Alexandros cada vez permanecía más tiempo alejado de sus deberes de gobierno, y aunque no parecía enfermo, se excusaba constantemente para no salir del palacio en ninguna circunstancia, a pesar de que siempre había disfrutado del aire libre. Los rumores se propagaron como un incendio, la bruja se estaba haciendo con el control del reino poco a poco, aunque aún no había dado el paso, muy pronto sería ella la que se sentara en el trono y se pusiera la corona. Maga, bruja, hechicera… las acusaciones eran terribles… pero se mantenían ocultas, ya que el monarca parecía recuperar energías solamente para castigar a aquellos a los que escuchaba acusar a su nueva esposa. Sin embargo, los rumores son un monstruo de mil cabezas, cuando cortas una, diez más acuden para reemplazarla, de modo que aquella mancha se fue extendiendo: el Rey Zombie se sentaba en el trono, pero era la bruja la que gobernaba.

Le llamaban el Rey Zombie, pero no sabían la verdad, aquella mujer no había usado ningún conjuro. No se mostraba distante porque lo hubieran hechizado, sino porque aquello que había sido su vida en el pasado ahora no le importaba nada, sólo quería volver al lado de aquella mujer sencilla e inteligente que lo había enamorado. Poco podían saber aquellos que hablaban a sus espaldas que era ahora cuando realmente estaba vivo por primera vez.

Pd: No pude resistirme a esta última

jueves, 1 de octubre de 2015

El Tatuaje

         La resaca resonaba en la cabeza de Eric como los tambores de guerra en las películas y el estómago le rugía al borde del vómito.

—Me muero… no voy a volver a beber jamás… ¿cómo llegué a casa ayer?

        Tras media hora reuniendo fuerzas decidió arrastrarse a la ducha, esperando que el agua fría le ayudara a resucitar. Sin embargo, al bajarse de la cama un fuerte dolor le relampagueó en el costado izquierdo y su mano fue automáticamente hacia sus costillas, de modo que el dolor volvió a golpearle.

— ¿Qué es esto? ¿Me caí anoche? — Dijo, acercándose al espejo y subiéndose la camiseta.

        Al principio, Eric no creyó lo que tenía la parte alta de las costillas, justo por debajo del pectoral derecho. Se lavó la cara y volvió a subirse la camiseta, rezando para que no tuviera nada, pero allí estaba de nuevo: tatuado, en letras amplias y claras, las que se suelen usar para los números romanos, un nombre: VALERIA.

        El resto del día lo pasó amargado, tratando de recordar quién era esa chica, y sobre todo, en que momento se había hecho el tatuaje, pero era imposible, tenía la mente en blanco justo después de unos chupitos con unos amigos en una terraza de la que no recordaba el nombre.

— ¡Ey Fer! Tío me estoy muriendo, ¿recuerdas qué pasó anoche? Es que no me acuerdo de nada.
— ¡Eres un desastre! —Contestó la voz de su mejor amigo a través del teléfono — No sé, anoche te perdí de vista a eso de las tres, ya sabes que estaba por allí Ana y… pero bueno, ¿por qué me preguntas?, ¿te pasó algo?
— No nada nada, es que no me acuerdo de cómo llegué a casa y quería saber si me habías traído tú, supongo que ya me enteraré.
— ¡Ah vale! Me asustaste, bueno tío te dejo que he quedado.
— ¿Has quedado un domingo a media tarde?
— Si… he quedado con Ana — Eric podía notar a su amigo sonrojado incluso a través del móvil
— ¡Me alegro mucho Fer! Mucha suerte y ya me contarás ¿vale?

        El lunes, tuvo que ir a comprar unas cremas para evitar que el tatuaje se le infectara y miró en Internet algunos presupuestos para quitárselo con láser.

         El miércoles, mientras se ponía la crema y se tapaba el tatuaje con una venda, comenzó a pensar que el tatuaje no estaba tan mal, y que le daría algo que contar en el futuro.

       El jueves, se dijo a si mismo entre sonrisas que debería buscar alguna chica que se llamara Valeria y tratar de usar el tatuaje para ligar.

        El sábado por la mañana, cuando unos amigos lo llamaron para salir de fiesta aceptó sin pensárselo dos veces. Sin embargo, aquella fue una de esas noches que salir resultó más aburrido que quedarse en casa viendo la tele, ya que al parecer sus amigos habían decidido hacer una convención de parejas enamoradas y no se lo habían comunicado. Volvió a casa a eso de las tres, totalmente sobrio y agotado de buscar un taxi durante una hora.

—Bueno, al menos mañana no tendré un regalito nuevo.

         Al día siguiente, el sol entró por la ventana a mediodía, dándole de lleno en la cara y obligándole a despertarse. Se levantó y se marchó desnudo hacia el baño, pero al pasar por delante del espejo, se frenó en seco. En su dorsal izquierdo, había tatuado un nuevo nombre de mujer. Con las mismas letras romanas, tenía tatuado ELIZABETH.

         Eric pasó esa semana en su casa, intentando explicarse que había pasado. Obviamente aquello era una pesadilla, recordaba perfectamente todo lo que había hecho, y desde luego no había ido a ningún tatuador ni había conocido a ninguna Elizabeth. Lo único que se le ocurría es que se había convertido en una especie de sonámbulo con obsesión por los tatuajes. Aquella situación era ridícula y frustrante, pero no sabía cómo solucionarla.

         El Sábado por la tarde Eric cerró la puerta de su casa con llave, colocó el sofá de tal modo que impidiera abrir la puerta y se encerró en su habitación, jurándose que no iba a dormir. Pese a los dos litros de café, se despertó a las nueve de la mañana. Había pasado una noche horrible, repleta de pesadillas en las que salía de su casa, atravesaba la ciudad y entraba en la casa de una preciosa chica pelirroja y le preguntaba su nombre en susurros. Entonces le tranquilizó ver que la puerta seguía cerrada, pero no tardó en comprobar que bajo el primer tatuaje había otro, en este caso, el nombre elegido era MÓNICA.

         Durante las dos primeras semanas la policía no tenía seguridad de que ambos casos estuvieran conectados, aunque las similitudes fueran tantas. Cuando la tercera chica apareció muerta en su cama,
 la policía lo tuvo claro: tenían entre manos a un asesino en serie. Todos los casos eran iguales: aparecían muertas en su cama, sin que sus familias o vecinos hubieran oído absolutamente nada, sin notas de suicidio, sin huellas, sin rastros de violencia. La policía estaba totalmente perdida: las tres chicas eran de orígenes diferentes, vivían alejadas entre ellas, no tenían conocidos en común ni siquiera en las redes sociales y tampoco tenían aficiones compartidas.

         La policía trató de mantener el caso en secreto, con la esperanza de que no cundiera el pánico. Se recurrieron a los mejores especialistas pero no hubo ningún avance durante la tercera semana. Cuando la cuarta chica, una profesora de veintiocho años llamada Ana apareció muerta en su piso, en el que, según las cámaras de seguridad del edificio, nadie había entrado ni salido en toda la noche, fue imposible mantener el secreto.

          Eric no quería creer que aquellas cuatro chicas muertas fueran las que él tenía tatuado en sus costillas. La prensa no había dado nombres, así que no podía estar seguro, y esa era su única esperanza. Había dejado el trabajo y apagado el móvil, no contestaba a los mensajes que sus amigos le enviaban a través de Internet y ni siquiera había abierto cuando Fer se había plantado en su puerta unos días antes. Su único contacto con el exterior era la televisión, los periódicos online y el repartidor del restaurante chino al que pedía su comida cada noche. Pese a estar todo el día tumbado había perdido al menos diez kilos y lucía un aspecto demacrado y enfermo. Pero lo peor eran las pesadillas, cada semana eran más claras y recordaba más detalles, tanto que podría llegar a creer que realmente eran reales, de no ser porque la última semana se había atado a la cama, y se había despertado exactamente en el mismo lugar.

          La ciudad se encontraba en un estado de pánico, las chicas no salían sin estar acompañadas durante la noche. La policía había desplegado un dispositivo especial y la prensa no paraba de emitir programas especiales dando consejos y, en general, aumentando el grado de miedo en la sociedad. Todos los sospechosos habituales fueron revisados pero ninguno de los posibles asesinos resultó ser el culpable y mientras que las investigaciones se chocaban con un muro, las victimas seguían apareciendo, una cada sábado durante las últimas siete semanas.

         Cuando el octavo domingo al despertar, Eric sintió el ya familiar dolor de un tatuaje, como una quemadura a lo largo de sus costillas, no pudo evitar gritar. No podía más, estaba matando a unas chicas inocentes, pero él no tenía la culpa, el no había hecho nada, sin embargo las chicas seguían muriendo y la culpa lo martirizaba. Cada semana aparecía un nuevo tatuaje y una nueva chica aparecía muerta. Pero lo peor eran aquellos sueños, al principio había sentido terror de dormir, pero con el tiempo había llegado a sentir algo distinto, algo aún más aterrador, había llegado a sentirse... saciado. Los sueños se habían convertido en el único momento en que era libre.

         Desesperado, corrió hacia el baño, y siguiendo una costumbre que se había convertido en ritual, observó como en su costillar izquierdo había aparecido un nuevo nombre: SOFÍA. Desconsolado, lloró y se golpeó la cabeza contra la pared hasta hacerse sangre.

— ¡Un asesino! ¡Soy un asesino y un cobarde! ¡Las he matado!

         En ese momento sintió como si algo saliera de su cuerpo, cómo si algo lo abandonara y lo dejara a solas con sus pecados, se sintió completamente desamparado e indefenso. Se derrumbó y durante minutos se quedó hecho un ovillo en el suelo del baño, totalmente desnudo excepto por los tatuajes. Fue tras agotarse las lágrimas cuando tomó una decisión. Fue a la cocina y cogió un cuchillo del montón de loza sucia y mohosa que desbordaba el fregadero, cogió el teléfono móvil, que llevaba apagado más de un mes, y llamó a la policía.

—He sido yo, yo soy el asesino, yo las he matado.



         La policía tardó menos de quince minutos en localizar la llamada, acudir al piso y derribar la puerta. Cuando los equipos especiales invadieron el salón, encontraron a Eric muerto, sentado en su sillón, con el cuchillo clavado debajo del esternón, justo en medio de los nombres de las ocho mujeres asesinadas.
—Dígame doctor, ¿para que me ha llamado?
—Inspector Suárez supongo ¿Está usted al cargo del caso del asesino en serie?
—Así es, este es mi compañero, Hidalgo. ¿Tiene algo que decirme sobre el cadáver del sospechoso?
—Si, observe este tatuaje, ¿es el nombre de la última víctima verdad? Dijo señalando con su mano enguantada el nombre de Sofía.
—Si, es el nombre de la chica muerta el pasado fin de semana, ¿Por qué?
— Bueno, porque según el nivel de cicatrización, este es sin duda el último tatuaje que se hizo este hombre, y adivino que este otro es el de la chica muerta la semana pasada ¿verdad?
—Exactamente, pero no entiendo que quiere decir, todo eso ya lo sabíamos.
—Verá, el problema es que si no me equivoco, este tatuaje fue hecho el mismo domingo sobre cuatro o cinco horas antes de morir, esto es, sobre las cinco de la mañana. Más o menos una hora después de hacerlo la victima.
—Sigo sin ver el problema — interrumpió Hidalgo.
—Lo que el doctor trata de decirnos es que si sus cálculos son correctos, este sujeto tuvo que cruzar toda la ciudad hasta la casa de la víctima, matarla, parar para tatuarse y regresar en apenas una hora, lo cual es imposible supongo
—Y tanto —Añadió el forense— Un tatuaje así se tardaría casi una hora en hacer, cómo mínimo.
—O sea que este chaval es simplemente algún tipo de loco, pero alguna conexión debía de tener con el asesino si no, ¿cómo sabía el nombre de la última chica? Quizá el asesino sea el tatuador.
—No seas estúpido Hidalgo, eso nos dejaría con el mismo problema de tiempo. Sólo nos queda esperar que no haya ninguna víctima más, o al menos, ver si encontramos en el cuerpo de este tipo y en su piso alguna pista. Aunque algo me dice que no tendremos tanta suerte.

         Tras la muerte de Eric, los crímenes se detuvieron, y con el tiempo, la situación se tranquilizó, aunque la policía jamás dio el caso por cerrado. Años más tarde un reportaje especial en la prensa sensacionalista se plantearía cómo un chico de apenas veinte años sin ningún tipo de preparación ni antecedentes había logrado entrar en ocho viviendas distintas, sin dejar huellas, forzar las cerraduras ni aparecer en ninguna grabación de seguridad. Los expertos criminalistas se plantearían cómo y por qué habría matado a ocho mujeres con las que no tenía ninguna relación y sobre todo, se preguntaron el por qué, después de ocho crueles asesinatos, había decidido acabar con su vida. Y sobre todo, se planteaban si en algún lugar, escondido entre las sombras de la ciudad, estaría el auténtico asesino, esperando que la necesidad de matar lo obligara a salir de nuevo a la luz.