—Me muero… no voy a volver a beber
jamás… ¿cómo llegué a casa ayer?
— ¿Qué es esto? ¿Me caí anoche? —
Dijo, acercándose al espejo y subiéndose la camiseta.
Al principio, Eric no creyó lo que
tenía la parte alta de las costillas, justo por debajo del pectoral
derecho. Se lavó la cara y volvió a subirse la camiseta, rezando
para que no tuviera nada, pero allí estaba de nuevo: tatuado, en
letras amplias y claras, las que se suelen usar para los números
romanos, un nombre: VALERIA.
El resto del día lo pasó amargado,
tratando de recordar quién era esa chica, y sobre todo, en que
momento se había hecho el tatuaje, pero era imposible, tenía
la mente en blanco justo después de unos chupitos con unos amigos en
una terraza de la que no recordaba el nombre.
— ¡Ey Fer! Tío me estoy muriendo,
¿recuerdas qué pasó anoche? Es que no me acuerdo de nada.
— ¡Eres un desastre! —Contestó la
voz de su mejor amigo a través del teléfono — No sé, anoche te
perdí de vista a eso de las tres, ya sabes que estaba por allí Ana
y… pero bueno, ¿por qué me preguntas?, ¿te pasó algo?
— No nada nada, es que no me acuerdo
de cómo llegué a casa y quería saber si me habías traído tú,
supongo que ya me enteraré.
— ¡Ah vale! Me asustaste, bueno tío
te dejo que he quedado.
— ¿Has quedado un domingo a media
tarde?
— Si… he quedado con Ana — Eric
podía notar a su amigo sonrojado incluso a través del móvil
— ¡Me alegro mucho Fer! Mucha suerte
y ya me contarás ¿vale?
El lunes, tuvo que ir a comprar unas
cremas para evitar que el tatuaje se le infectara y miró en Internet
algunos presupuestos para quitárselo con láser.
El miércoles, mientras se ponía la
crema y se tapaba el tatuaje con una venda, comenzó a pensar que el
tatuaje no estaba tan mal, y que le daría algo que contar en el futuro.
El jueves, se dijo a si mismo entre sonrisas que debería buscar alguna chica que se llamara Valeria y tratar de usar el tatuaje para ligar.
El sábado por la mañana, cuando unos
amigos lo llamaron para salir de fiesta aceptó sin pensárselo dos veces. Sin embargo, aquella fue una de esas noches que salir
resultó más aburrido que quedarse en casa viendo la tele, ya que al
parecer sus amigos habían decidido hacer una convención de parejas
enamoradas y no se lo habían comunicado. Volvió a casa a eso de las
tres, totalmente sobrio y agotado de buscar un taxi durante una hora.
—Bueno, al menos mañana no tendré
un regalito nuevo.
Al día siguiente, el sol entró por
la ventana a mediodía, dándole de lleno en la cara y
obligándole a despertarse. Se levantó y se marchó desnudo hacia el
baño, pero al pasar por delante del espejo, se frenó en seco. En su
dorsal izquierdo, había tatuado un nuevo nombre de mujer. Con las
mismas letras romanas, tenía tatuado ELIZABETH.
Eric pasó esa semana en su casa,
intentando explicarse que había pasado. Obviamente aquello era una
pesadilla, recordaba perfectamente todo lo que había hecho, y desde
luego no había ido a ningún tatuador ni había conocido a ninguna
Elizabeth. Lo único que se le ocurría es que se había convertido
en una especie de sonámbulo con obsesión por los tatuajes. Aquella
situación era ridícula y frustrante, pero no sabía cómo
solucionarla.
El Sábado por la tarde Eric cerró la
puerta de su casa con llave, colocó el sofá de tal modo que
impidiera abrir la puerta y se encerró en su habitación, jurándose
que no iba a dormir. Pese a los dos litros de café, se despertó a
las nueve de la mañana. Había pasado una noche horrible, repleta
de pesadillas en las que salía de su casa, atravesaba la ciudad y
entraba en la casa de una preciosa chica pelirroja y le preguntaba su nombre en susurros. Entonces le
tranquilizó ver que la puerta seguía cerrada, pero no tardó en
comprobar que bajo el primer tatuaje había otro, en este caso, el
nombre elegido era MÓNICA.
Durante las dos primeras semanas la
policía no tenía seguridad de que ambos casos estuvieran
conectados, aunque las similitudes fueran tantas. Cuando la tercera
chica apareció muerta en su cama,
la policía lo tuvo claro: tenían entre
manos a un asesino en serie. Todos los casos eran iguales: aparecían
muertas en su cama, sin que sus familias o vecinos hubieran oído
absolutamente nada, sin notas de suicidio, sin huellas, sin rastros
de violencia. La policía estaba totalmente perdida: las tres chicas
eran de orígenes diferentes, vivían alejadas entre ellas, no tenían
conocidos en común ni siquiera en las redes sociales y tampoco
tenían aficiones compartidas.
La policía trató de mantener el caso
en secreto, con la esperanza de que no cundiera el pánico. Se
recurrieron a los mejores especialistas pero no hubo ningún avance
durante la tercera semana. Cuando la cuarta chica, una profesora de
veintiocho años llamada Ana apareció muerta en su piso, en el que,
según las cámaras de seguridad del edificio, nadie había entrado
ni salido en toda la noche, fue imposible mantener el secreto.
Eric no quería creer que aquellas
cuatro chicas muertas fueran las que él tenía tatuado en sus
costillas. La prensa no había dado nombres, así que no podía estar
seguro, y esa era su única esperanza. Había dejado el trabajo y
apagado el móvil, no contestaba a los mensajes que sus amigos le
enviaban a través de Internet y ni siquiera había abierto cuando
Fer se había plantado en su puerta unos días antes. Su único
contacto con el exterior era la televisión, los periódicos online y
el repartidor del restaurante chino al que pedía su comida cada noche.
Pese a estar todo el día tumbado había perdido al menos diez kilos
y lucía un aspecto demacrado y enfermo. Pero lo peor eran las
pesadillas, cada semana eran más claras y recordaba más detalles,
tanto que podría llegar a creer que realmente eran reales, de no ser
porque la última semana se había atado a la cama, y se había
despertado exactamente en el mismo lugar.
La ciudad se encontraba en un estado
de pánico, las chicas no salían sin estar acompañadas durante la
noche. La policía había desplegado un dispositivo especial y la
prensa no paraba de emitir programas especiales dando consejos y, en
general, aumentando el grado de miedo en la sociedad. Todos los
sospechosos habituales fueron revisados pero ninguno de los posibles
asesinos resultó ser el culpable y mientras que las investigaciones
se chocaban con un muro, las victimas seguían apareciendo, una cada
sábado durante las últimas siete semanas.
Cuando el octavo domingo al despertar,
Eric sintió el ya familiar dolor de un tatuaje, como una quemadura a
lo largo de sus costillas, no pudo evitar gritar. No podía más,
estaba matando a unas chicas inocentes, pero él no tenía la culpa,
el no había hecho nada, sin embargo las chicas seguían muriendo y
la culpa lo martirizaba. Cada semana aparecía un nuevo tatuaje y una
nueva chica aparecía muerta. Pero lo peor eran aquellos sueños, al
principio había sentido terror de dormir, pero con el tiempo había
llegado a sentir algo distinto, algo aún más aterrador, había
llegado a sentirse... saciado. Los sueños se habían convertido en el único momento en que era libre.
Desesperado, corrió hacia el baño, y
siguiendo una costumbre que se había convertido en ritual, observó
como en su costillar izquierdo había aparecido un nuevo nombre:
SOFÍA. Desconsolado, lloró y se golpeó la cabeza contra la pared
hasta hacerse sangre.
— ¡Un asesino! ¡Soy un asesino y un
cobarde! ¡Las he matado!
En ese momento sintió como si algo
saliera de su cuerpo, cómo si algo lo abandonara y lo dejara a solas
con sus pecados, se sintió completamente desamparado e indefenso. Se
derrumbó y durante minutos se quedó hecho un ovillo en el suelo del
baño, totalmente desnudo excepto por los tatuajes. Fue tras agotarse
las lágrimas cuando tomó una decisión. Fue a la cocina y cogió
un cuchillo del montón de loza sucia y mohosa que desbordaba el
fregadero, cogió el teléfono móvil, que llevaba apagado más de un
mes, y llamó a la policía.
—He sido yo, yo soy el asesino, yo
las he matado.
La policía tardó menos de quince
minutos en localizar la llamada, acudir al piso y derribar la puerta.
Cuando los equipos especiales invadieron el salón, encontraron a Eric
muerto, sentado en su sillón, con el cuchillo clavado debajo del
esternón, justo en medio de los nombres de las ocho mujeres
asesinadas.
…
—Dígame doctor, ¿para que me ha
llamado?
—Inspector Suárez supongo ¿Está
usted al cargo del caso del asesino en serie?
—Así es, este es mi compañero,
Hidalgo. ¿Tiene algo que decirme sobre el cadáver del sospechoso?
—Si, observe este tatuaje, ¿es el
nombre de la última víctima verdad? Dijo señalando con su mano
enguantada el nombre de Sofía.
—Si, es el nombre de la chica muerta
el pasado fin de semana, ¿Por qué?
— Bueno, porque según el nivel de
cicatrización, este es sin duda el último tatuaje que se hizo este
hombre, y adivino que este otro es el de la chica muerta la semana
pasada ¿verdad?
—Exactamente, pero no entiendo que
quiere decir, todo eso ya lo sabíamos.
—Verá, el problema es que si no me
equivoco, este tatuaje fue hecho el mismo domingo sobre cuatro o
cinco horas antes de morir, esto es, sobre las cinco de la mañana.
Más o menos una hora después de hacerlo la victima.
—Sigo sin ver el problema —
interrumpió Hidalgo.
—Lo que el doctor trata de decirnos
es que si sus cálculos son correctos, este sujeto tuvo que cruzar
toda la ciudad hasta la casa de la víctima, matarla, parar para
tatuarse y regresar en apenas una hora, lo cual es imposible supongo
—Y tanto —Añadió el forense— Un
tatuaje así se tardaría casi una hora en hacer, cómo mínimo.
—O sea que este chaval es simplemente
algún tipo de loco, pero alguna conexión debía de tener con el
asesino si no, ¿cómo sabía el nombre de la última chica? Quizá
el asesino sea el tatuador.
—No seas estúpido Hidalgo, eso nos
dejaría con el mismo problema de tiempo. Sólo nos queda esperar que
no haya ninguna víctima más, o al menos, ver si encontramos en el
cuerpo de este tipo y en su piso alguna pista. Aunque algo me dice
que no tendremos tanta suerte.
Tras la muerte de Eric, los crímenes
se detuvieron, y con el tiempo, la situación se tranquilizó, aunque
la policía jamás dio el caso por cerrado. Años más tarde un
reportaje especial en la prensa sensacionalista se plantearía cómo
un chico de apenas veinte años sin ningún tipo de preparación ni
antecedentes había logrado entrar en ocho viviendas distintas, sin
dejar huellas, forzar las cerraduras ni aparecer en ninguna grabación
de seguridad. Los expertos criminalistas se plantearían cómo y por
qué habría matado a ocho mujeres con las que no tenía ninguna
relación y sobre todo, se preguntaron el por qué, después de ocho
crueles asesinatos, había decidido acabar con su vida. Y sobre todo,
se planteaban si en algún lugar, escondido entre las sombras de la
ciudad, estaría el auténtico asesino, esperando que la necesidad de
matar lo obligara a salir de nuevo a la luz.
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