El Reino del Alba había
sido sacudido por guerras, pestes y sufrimiento desde los tiempos
míticos a los que apenas alcanzaba la memoria. Sus fronteras estaban
tan alejadas que ni siquiera aquellos que se consideraban sus
gobernantes tenían claro el límite de sus dominios. Por todo el
territorio la gente sufría durante años la incompetencia de
aquellos que deberían haber velado por su felicidad, mientras estos
guerreaban con sus pares por tierras yermas y ciudades destruidas por
las propias guerras dirigidas a conquistarlas. Aquel estado de las
cosas era tan inamovible que los habitantes creían que era su
destino inalterable, marcado por los dioses creadores, ausentes del
mundo por propia voluntad.
Algunas leyendas
hablaban de que más allá del horizonte, en dirección al anochecer
existía un río que representaba la frontera entre la nación del
Alba y el Reino del Crepúsculo. Aquella corriente de agua era
extraordinariamente caudalosa y violenta en todo su recorrido, de
modo que aquellos dos reinos estaban tan alejados como si estuvieran
en mundos distintos. Tanto era así que el nombre real de este
segundo reino era desconocido por los habitantes del Reino del Alba,
y si lo llamaban Reino del Crepúsculo era simplemente porque querían
creer que más allá del río debía existir algo diferente.
En ocasiones algunas
personas, cansadas del sufrimiento de sus vidas, decidían abandonar
sus escasas posesiones en busca del río y del reino más allá de
este, el único lugar que conocían que les ofrecía alguna esperanza
de mejora. Partían sin mapas ni guías, pues nadie conocía el
paradero del río. Algunos dirigían sus pasos hacia las cadenas
montañosas del Este, con la lógica de que el río más grande del
mundo debía nacer de las montañas más altas. Otros recorrían la
costa, en espera de encontrar la desembocadura. Unos pocos preferían
dejarse llevar por el azar en espera de un golpe de suerte. Lo cierto
es que la gran mayoría volvía a sus casas agotados, pero había un
pequeño número del que se perdía la pista.
Esos escasos elegidos
descubrían que el río era casi imposible de cruzar ya que la
caudalosa corriente estaba repleta de remolinos y rápidos y todo su
recorrido estaba protegido por escarpados precipicios imposibles de
descender. Muchos descubrían que la etapa más larga de su viaje
comenzaba cuando por fín encontraban el río, buscando sin descanso
un paso hacia más allá de la corriente, y la mayoría llegaba a
desesperar pensando que tal lugar no existía. Tantos suplicios y
penalidades pasaban que, llegados a este punto, la mayoría de los
caminantes perdían los recuerdos de su vida, de modo que muchos
decían que el aire húmedo que surgía del río tenía la capacidad
de borrar la memoria, y que en caso de caerse al agua, el
desafortunado perdería todas sus vivencias e incluso su personalidad
y esperanzas, lo que explicaba por qué nadie sobrevivía a caer al
río, ya que simplemente se dejaban arrastrar y se ahogaban.
Pero existía. En un
punto indeterminado del recorrido, el río olvidaba su terrible
carácter y avanzaba plácido por una amplia llanura, y justo en el
centro, un ojo experto podría encontrar un pequeño paso, unos
escasos metros en los que los constantes remolinos se relajaban lo
suficiente para que algunos pudieran intentar el cruce. Aún con
esto, lo cierto es que el trayecto era muy largo y difícil, por lo
que aquellos que trataban de cruzar sin ayuda nunca conseguían
hacerlo. Llevarlos más allá de aquel punto era el trabajo del
barquero.
El barquero era el único
que había visto la otra rivera y había vuelto de nuevo a la nación
del Alba, aunque nadie sabía si su lugar de origen era un lugar o
el otro. Él era el único que había recibido permiso de los
gobernantes del Reino del Anochecer para realizar aquel trayecto y
ningún otro conocía el río tan bien como él. Cada vez que algún
viajero llegaba a la orilla se encontraba un pequeño muelle de
madera de color similar al marfil o al hueso, situado justo en una
abertura del escarpado acantilado. Guiados por el instinto o bien por
el agotamiento, todos se sentaban a esperar la llegada del barquero.
Este llegaba a intervalos irregulares, y en ocasiones hacía esperar
durante mucho tiempo a los caminantes, pero si algo era absolutamente
inamovible era su petición de un pago por el paso. Siempre exigía
dos monedas, le daba igual que fueran de oro, plata o bronce, pero
siempre debían ser dos monedas iguales. Muchos llegaban totalmente
arruinados y trataban de negociar, rogar e incluso amenazar, pero el
barquero era alguien curtido y estricto, y jamás cedía a nadie que
no pudiera pagar. Aquellos que no podían volvían sobre sus pasos o,
casi siempre, trataban de cruzar por su cuenta, siempre con fatales
resultados. Lo que nunca nadie había hecho era no intentar cruzar,
ni siquiera con la ayuda del barquero, hasta la llegada del pescador.
Un día, el barquero
llegó como siempre en espera de nuevos clientes y se encontró con
que en el extremo del muelle se encontraba sentado un hombre de
aspecto juvenil y descansado. En raras ocasiones pasaba, algunos
tenían suerte y encontraban “la ruta rápida” hacia el muelle,
de modo que llegabas en buenas condiciones al embarcadero. Como
siempre el barquero amarró su pequeña y plana embarcación y esperó
a que su cliente le hablara, pero este se dedicó a mirar el paisaje
mientras silvaba una alegre tonada y balanceaba sus pies colgados
sobre el agua. El barquero sabía perfectamente que desde aquel punto
no se divisaba la otra orilla, de modo que pensó que no tardaría en
acercarse a él, sin embargo pasaron las horas, un pequeño grupo de
caminantes llegó, pagó, cruzó y el barquero no volvió a pensar en
aquel extraño joven pelirrojo, atento a los peligros del río.
Días después, de
regreso al embarcadero, se encontró con el pelirrojo de nuevo en el
mismo lugar, aunque en esta ocasión tenía una rudimentaria caña de
pescar en las manos y había remangado su pantalón para que no se
mojara. Meneando la cabeza sorprendido, el barquero se apoyó en el
remo y observó a su compañero de embarcadero, pero le llegaron
nuevos pasajeros y tuvo que partir. Aquello se repitió durante días,
e incluso, llevado por la curiosidad, el barquero comenzó a hacer
mas viajes de los habituales, en espera de que el pescador rompiera
por fin su silencio. Sin embargo, por primera vez en su vida, fue él
el que dió el primer paso y se acercó al pescador: amarró su
barca, colocó el remo en el suelo del embarcadero, y se sentó al
lado del pelirrojo.
— Buenos días —
Comenzó, pensando que era una forma de comenzar una conversación
como cualquier otra.
— Muy buenos la verdad,
¿Que tal?
— Bien... — Aquello
era más difícil de lo que creía — ¿Esto... que hace usted aquí?
— Pescar.
— Ya claro, pero...
¿por qué? Quiero decir... todos quieren cruzar y usted ni siquiera
lo has intentado desde que llegó.
— Oh... bueno, estoy
esperando a alguien. Eso creo al menos.
— ¿Eso cree? ¿A quién
espera? Disculpe si me meto dónde no me llaman pero...
— No lo sé, no me
acuerdo, pero estoy seguro de que ella llegará algún día.
El barquero,
acostumbrado a la amnesia habitual en sus clientes, asintió
comprensivo.
— Supongo que tampoco
recuerda su nombre ¿verdad?
— Recuerdo que ella me
llamaba Tommy, asi que supongo que me llamaré Thomas o algo similar.
Es curioso, pero sólo recuerdo eso de ella, y que debo esperarla.
— Bueno, usted sabrá...
bueno, disculpe que si le he molestado, vuelvo a mi trabajo. Si otro
día le apetece hablar suelo estar por aquí. Y por supuesto, cuando
llegue su amiga y decida cruzar sólo tiene que avisarme.
— Gracias, se lo
agradezco, estos peces son muy callados y a veces me apetece una
buena conversación
…
—¿Es usted la esposa
del señor Thomas Sandler?
La chica rubia de largas
ojeras, sentada en una silla al borde de la cama de hospital,
asintió.
— Señora, tenemos que
hablar sobre el estado de su marido.
— ¿Que quiere decir?
— Bueno... su esposo
lleva en estado de coma varios meses, y no hay esperanzas de que
vuelva en sí. Además aunque lo hiciera, muy probablemente pierda
casi todo el uso de su cuerpo el resto de su vida. Creo que debería
plantearse el que lo desconectemos de la respiración asistida, no
hay esperanzas de recuperación y usted aún es joven y no creo que
sea bueno que pase aquí su vida. Entiendo que no es una decisión
fácil.
—¿Quiere que mate a mi
marido? ¿Está loco?
— Señora, su marido ya
esta muerto, le pido que lo deje marchar. La dejo tranquila. — El
doctor sabía que en aquel momento aquella chica lo odiaba, pero la
experiencia le había enseñado que en casos así era necesario que
alguien usara la absoluta frialdad de la lógica, y en estos casos
siempre le tocaba al médico, ya que los familiares no solían ser
capaces de hacerlo. Seguramente aún tardaría mucho tiempo en tomar
la decisión, pero tarde o temprano llegaría el momento, y era mejor
que lo fuera digiriendo con antelación.
…
—¡Oh Tommy! La culpa
es mía, si no me hubieras esperado, si yo no hubiera llegado tarde
no estarías asi. — Dijo por enésima vez —Te quiero Thomas,
siempre lo haré, pero creo que estoy siendo egoista atandote aquí,
debo dejarte ir y yo debo seguir con mi vida, lo siento. Hasta pronto
mi amor— Tras estó, María besó a su esposo y salió en busca del
doctor.
…
En un embarcadero
lejano, el pescador sintió cómo un beso en el aire le llegaba con
la brisa y dos monedas tintinearon en su bolsillo. Sonriendo, lanzó
una última vez el anzuelo, esperó unos minutos y al ver que no
picaba nada, recogió el sedal, dejó la caña sobre el embarcadero y
se acercó al barquero con las dos monedas en su puño cerrado.
…
Minutos después, María
volvió junto a su marido, sólo para encontrarse cómo un médico
daba fé del fallecimiento de Thomas.
Cuando las enfermeras
retiraron el desfibrilador la máscara de oxígeno de su marido, le
permitieron acercarse a él, y entre las lágrimas le pareció que su
marido sonreía.