lunes, 29 de febrero de 2016

Cruzando el río.

         El Reino del Alba había sido sacudido por guerras, pestes y sufrimiento desde los tiempos míticos a los que apenas alcanzaba la memoria. Sus fronteras estaban tan alejadas que ni siquiera aquellos que se consideraban sus gobernantes tenían claro el límite de sus dominios. Por todo el territorio la gente sufría durante años la incompetencia de aquellos que deberían haber velado por su felicidad, mientras estos guerreaban con sus pares por tierras yermas y ciudades destruidas por las propias guerras dirigidas a conquistarlas. Aquel estado de las cosas era tan inamovible que los habitantes creían que era su destino inalterable, marcado por los dioses creadores, ausentes del mundo por propia voluntad.

         Algunas leyendas hablaban de que más allá del horizonte, en dirección al anochecer existía un río que representaba la frontera entre la nación del Alba y el Reino del Crepúsculo. Aquella corriente de agua era extraordinariamente caudalosa y violenta en todo su recorrido, de modo que aquellos dos reinos estaban tan alejados como si estuvieran en mundos distintos. Tanto era así que el nombre real de este segundo reino era desconocido por los habitantes del Reino del Alba, y si lo llamaban Reino del Crepúsculo era simplemente porque querían creer que más allá del río debía existir algo diferente.

        En ocasiones algunas personas, cansadas del sufrimiento de sus vidas, decidían abandonar sus escasas posesiones en busca del río y del reino más allá de este, el único lugar que conocían que les ofrecía alguna esperanza de mejora. Partían sin mapas ni guías, pues nadie conocía el paradero del río. Algunos dirigían sus pasos hacia las cadenas montañosas del Este, con la lógica de que el río más grande del mundo debía nacer de las montañas más altas. Otros recorrían la costa, en espera de encontrar la desembocadura. Unos pocos preferían dejarse llevar por el azar en espera de un golpe de suerte. Lo cierto es que la gran mayoría volvía a sus casas agotados, pero había un pequeño número del que se perdía la pista.

        Esos escasos elegidos descubrían que el río era casi imposible de cruzar ya que la caudalosa corriente estaba repleta de remolinos y rápidos y todo su recorrido estaba protegido por escarpados precipicios imposibles de descender. Muchos descubrían que la etapa más larga de su viaje comenzaba cuando por fín encontraban el río, buscando sin descanso un paso hacia más allá de la corriente, y la mayoría llegaba a desesperar pensando que tal lugar no existía. Tantos suplicios y penalidades pasaban que, llegados a este punto, la mayoría de los caminantes perdían los recuerdos de su vida, de modo que muchos decían que el aire húmedo que surgía del río tenía la capacidad de borrar la memoria, y que en caso de caerse al agua, el desafortunado perdería todas sus vivencias e incluso su personalidad y esperanzas, lo que explicaba por qué nadie sobrevivía a caer al río, ya que simplemente se dejaban arrastrar y se ahogaban.

         Pero existía. En un punto indeterminado del recorrido, el río olvidaba su terrible carácter y avanzaba plácido por una amplia llanura, y justo en el centro, un ojo experto podría encontrar un pequeño paso, unos escasos metros en los que los constantes remolinos se relajaban lo suficiente para que algunos pudieran intentar el cruce. Aún con esto, lo cierto es que el trayecto era muy largo y difícil, por lo que aquellos que trataban de cruzar sin ayuda nunca conseguían hacerlo. Llevarlos más allá de aquel punto era el trabajo del barquero.

         El barquero era el único que había visto la otra rivera y había vuelto de nuevo a la nación del Alba, aunque nadie sabía si su lugar de origen era un lugar o el otro. Él era el único que había recibido permiso de los gobernantes del Reino del Anochecer para realizar aquel trayecto y ningún otro conocía el río tan bien como él. Cada vez que algún viajero llegaba a la orilla se encontraba un pequeño muelle de madera de color similar al marfil o al hueso, situado justo en una abertura del escarpado acantilado. Guiados por el instinto o bien por el agotamiento, todos se sentaban a esperar la llegada del barquero. Este llegaba a intervalos irregulares, y en ocasiones hacía esperar durante mucho tiempo a los caminantes, pero si algo era absolutamente inamovible era su petición de un pago por el paso. Siempre exigía dos monedas, le daba igual que fueran de oro, plata o bronce, pero siempre debían ser dos monedas iguales. Muchos llegaban totalmente arruinados y trataban de negociar, rogar e incluso amenazar, pero el barquero era alguien curtido y estricto, y jamás cedía a nadie que no pudiera pagar. Aquellos que no podían volvían sobre sus pasos o, casi siempre, trataban de cruzar por su cuenta, siempre con fatales resultados. Lo que nunca nadie había hecho era no intentar cruzar, ni siquiera con la ayuda del barquero, hasta la llegada del pescador.

         Un día, el barquero llegó como siempre en espera de nuevos clientes y se encontró con que en el extremo del muelle se encontraba sentado un hombre de aspecto juvenil y descansado. En raras ocasiones pasaba, algunos tenían suerte y encontraban “la ruta rápida” hacia el muelle, de modo que llegabas en buenas condiciones al embarcadero. Como siempre el barquero amarró su pequeña y plana embarcación y esperó a que su cliente le hablara, pero este se dedicó a mirar el paisaje mientras silvaba una alegre tonada y balanceaba sus pies colgados sobre el agua. El barquero sabía perfectamente que desde aquel punto no se divisaba la otra orilla, de modo que pensó que no tardaría en acercarse a él, sin embargo pasaron las horas, un pequeño grupo de caminantes llegó, pagó, cruzó y el barquero no volvió a pensar en aquel extraño joven pelirrojo, atento a los peligros del río.

         Días después, de regreso al embarcadero, se encontró con el pelirrojo de nuevo en el mismo lugar, aunque en esta ocasión tenía una rudimentaria caña de pescar en las manos y había remangado su pantalón para que no se mojara. Meneando la cabeza sorprendido, el barquero se apoyó en el remo y observó a su compañero de embarcadero, pero le llegaron nuevos pasajeros y tuvo que partir. Aquello se repitió durante días, e incluso, llevado por la curiosidad, el barquero comenzó a hacer mas viajes de los habituales, en espera de que el pescador rompiera por fin su silencio. Sin embargo, por primera vez en su vida, fue él el que dió el primer paso y se acercó al pescador: amarró su barca, colocó el remo en el suelo del embarcadero, y se sentó al lado del pelirrojo.

— Buenos días — Comenzó, pensando que era una forma de comenzar una conversación como cualquier otra.
— Muy buenos la verdad, ¿Que tal?
— Bien... — Aquello era más difícil de lo que creía — ¿Esto... que hace usted aquí?
— Pescar.
— Ya claro, pero... ¿por qué? Quiero decir... todos quieren cruzar y usted ni siquiera lo has intentado desde que llegó.
— Oh... bueno, estoy esperando a alguien. Eso creo al menos.
— ¿Eso cree? ¿A quién espera? Disculpe si me meto dónde no me llaman pero...
— No lo sé, no me acuerdo, pero estoy seguro de que ella llegará algún día.

El barquero, acostumbrado a la amnesia habitual en sus clientes, asintió comprensivo.

— Supongo que tampoco recuerda su nombre ¿verdad?
— Recuerdo que ella me llamaba Tommy, asi que supongo que me llamaré Thomas o algo similar. Es curioso, pero sólo recuerdo eso de ella, y que debo esperarla.
— Bueno, usted sabrá... bueno, disculpe que si le he molestado, vuelvo a mi trabajo. Si otro día le apetece hablar suelo estar por aquí. Y por supuesto, cuando llegue su amiga y decida cruzar sólo tiene que avisarme.
— Gracias, se lo agradezco, estos peces son muy callados y a veces me apetece una buena conversación

—¿Es usted la esposa del señor Thomas Sandler?

La chica rubia de largas ojeras, sentada en una silla al borde de la cama de hospital, asintió.

— Señora, tenemos que hablar sobre el estado de su marido.
— ¿Que quiere decir?
— Bueno... su esposo lleva en estado de coma varios meses, y no hay esperanzas de que vuelva en sí. Además aunque lo hiciera, muy probablemente pierda casi todo el uso de su cuerpo el resto de su vida. Creo que debería plantearse el que lo desconectemos de la respiración asistida, no hay esperanzas de recuperación y usted aún es joven y no creo que sea bueno que pase aquí su vida. Entiendo que no es una decisión fácil.
—¿Quiere que mate a mi marido? ¿Está loco?
— Señora, su marido ya esta muerto, le pido que lo deje marchar. La dejo tranquila. — El doctor sabía que en aquel momento aquella chica lo odiaba, pero la experiencia le había enseñado que en casos así era necesario que alguien usara la absoluta frialdad de la lógica, y en estos casos siempre le tocaba al médico, ya que los familiares no solían ser capaces de hacerlo. Seguramente aún tardaría mucho tiempo en tomar la decisión, pero tarde o temprano llegaría el momento, y era mejor que lo fuera digiriendo con antelación.


—¡Oh Tommy! La culpa es mía, si no me hubieras esperado, si yo no hubiera llegado tarde no estarías asi. — Dijo por enésima vez —Te quiero Thomas, siempre lo haré, pero creo que estoy siendo egoista atandote aquí, debo dejarte ir y yo debo seguir con mi vida, lo siento. Hasta pronto mi amor— Tras estó, María besó a su esposo y salió en busca del doctor.


          En un embarcadero lejano, el pescador sintió cómo un beso en el aire le llegaba con la brisa y dos monedas tintinearon en su bolsillo. Sonriendo, lanzó una última vez el anzuelo, esperó unos minutos y al ver que no picaba nada, recogió el sedal, dejó la caña sobre el embarcadero y se acercó al barquero con las dos monedas en su puño cerrado.


         Minutos después, María volvió junto a su marido, sólo para encontrarse cómo un médico daba fé del fallecimiento de Thomas.

       Cuando las enfermeras retiraron el desfibrilador la máscara de oxígeno de su marido, le permitieron acercarse a él, y entre las lágrimas le pareció que su marido sonreía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario