miércoles, 21 de octubre de 2015

Díone

          Era la segunda semana consecutiva que llovía sin parar, algo muy extraño en Canarias en pleno Octubre. Como cada mañana Ulises iba a la oficina a trabajar con su compañero en el mismo coche. Era un arreglo perfecto, compartían gastos y si alguno se dormía el otro lo avisaba llamándole por teléfono. Ambos tenían un despertar lento, por lo que no solían hablar en el trayecto de ida, preferían oír la radio deportiva, las tertulias políticas, o bien se turnaban para poner cada uno su música.

           Esa mañana le había tocado conducir a Ulises, y cómo siempre que llovía, habían elegido una ruta algo más larga, pero menos transitada, ya que cuando llovía la carretera principal solía colapsarse. Aquella era una vía secundaria plagada de paradas de guaguas, curvas bastante complicadas y peligrosos barrancos, por lo que la gente solía evitarla siempre que podía, sin embargo ellos odiaban profundamente los embotellamientos de tráfico por lo que preferían coger aquel camino.

            Ulises tenía la costumbre de ir mirando las caras de la gente con quien se cruzaban mientras conducía. Aquello sacaba de quicio a Oliver, que decía que era muy peligroso y algún día acabarían chocando contra un árbol por culpa de alguna chica guapa, pero era algo que Ulises no podía controlar, por lo que se limitaba a no comentar nada sobre la gente a la que observaba. Ese día, sin embargo, no pudo evitar soltar una exclamación al ver a una chica que se encontraba sentada esperando en una parada.

— ¡Coño es ella!
            — ¿Qué? ¿Quién? ¿Que pasa? — exclamó un adormilado Oliver
            — Una chica que conocí hace años. Siempre me gustó pero nunca le dije nada.
            — Que raro, conociéndote…
            — Si crees que soy tímido tendrías que haberme conocido en el instituto
            — ¿En el instituto? ¿Era una compañera tuya del instituto? Me tomas el pelo ¿Verdad?
— Que no, es en serio, hacía muchos años que no la veía, ¡pero estoy seguro de que es ella!
— Vale igual sí que es, ¿pero que más da?
— ¡Voy a hablar con ella! ¡Está claro!
— ¿Qué vas a hacer Ulises? ¿Vas a dar la vuelta en una rotonda y recorrer cinco kilómetros para hablar con una chica que seguramente ni te recuerda y que está bajo la lluvia esperando en la parada de guagua?
— No sé…
— ¡Se echaría a correr y pediría una orden de alejamiento tío! O peor, ¡se reiría de ti!
— Ella no haría eso, no es así.
— ¿Y tú que sabes? No la conoces, ¡tu mismo dices que hace mucho que no la ves! ¿Cuánto? ¿Quince? ¿Veinte años?
—Tienes razón supongo…
—No te pongas así... vale me ha dado curiosidad, cuéntame sobre ella.


            Díone llegó a mi pueblo cuando yo tenía unos quince años. El curso había empezado hacía ya unos meses y aunque no estaba en mi clase enseguida me fijé en ella. Tenía un largo pelo negro que le llegaba a media espalda, la piel clara y unos ojos verde esmeralda preciosos. Pregunté a algunos de sus compañeros de clase sobre ella, y al parecer era extremadamente inteligente, aunque bastante reservada y tímida. Yo ya había observado que en el descanso no solía hablar con nadie y que siempre se marchaba rápidamente al acabar las clases, pero al parecer ni siquiera en clase solía charlar con sus compañeros.

           Al parecer era también bastante enfermiza, ya que solía faltar a clase, especialmente en los días de mucho calor o calima. Nunca hacía ningún tipo de deporte aunque tenía un cuerpo delgado y elegante, pero al parecer debía de ser una bendición de la genética.

Sin embargo lo que más me gustaba de ella era la voz. Creo que no se daba cuenta, pero a veces, cuando iba a solas por los pasillos, Díone se ponía a cantar para si misma. Tenía una voz profunda y melodiosa, que iba desde unos graves tristísimos hasta unos agudos vibrantes. Lo más increíble es que, aunque estoy seguro que no lo pretendía, cuando cantaba lograba que se hiciera el silencio a su alrededor, y los adolescentes hiperhormonados parecían mutar en corderitos que entraban en las clases en silencio.

Por supuesto era imposible que ella se fijara en alguien como yo. En lo único que nos
parecíamos era en no ser populares, pero yo sabía que en su caso era por elección propia, mientras que yo era el rey de los invisibles. Alto, delgado, con acné, seguramente para todos excepto para mis escasos amigos debía de ser “ese chico raro que se sienta a leer en el recreo”.

Bueno eso si se habían fijado en mi. Seguramente para las chicas del instituto ni siquiera debía existir. Decir que no tenía suerte con las chicas hubiera sido un eufemismo, ya que nunca había intentado nada con las pocas que me habían gustado. Como buen adolescente me debatía entre el odio y la atracción por el género contrario, sin embargo todo ello daba igual ya que la timidez siempre me había impedido hablar con cualquier chica para algo que no fuera pedirle un bolígrafo o los apuntes de matemáticas.

Durante dos años me limité a observarla en los recreos y los cambios de clase, y a temblar de frustración cada vez que otro chico se acercaba a ella. Tardé todo ese tiempo en armarme de valor, pero decidí que le contaría todo lo que sentía en el viaje de fin de curso, al acabar el instituto. Por desgracia su familia aprovechó aquel momento para mudarse y no fue al viaje.

Después de eso me la he encontrado alguna vez en las fiestas del pueblo y creo que otra vez en un centro comercial. Sin embargo siempre fue de lejos, además de que yo por entonces estaba con mi ex y no era cuestión de hacer una tontería.


Durante las siguientes dos semanas Ulises siguió pasando por el mismo camino cada mañana, y en todas las ocasiones vio a la misma chica morena y delgada esperando en la misma parada. Hacía ya días que no llovía pero siempre cogían la misma ruta, y aunque Oliver nunca comentó nada, sabía perfectamente porqué llevaban varios días haciendo lo que él llamaba “el recorrido turístico.

Ese lunes, el teléfono de Ulises vibró a las seis y media de la mañana. Era un mensaje de Oliver.

—“Hoy no iré a trabajar, estoy enfermo, ya se lo he dicho al jefe… Tío, aprovecha y haz lo que tengas que hacer”

Con una media sonrisa Ulises se desperezó y se bañó, pensando para si que le debía una o dos copas a su amigo, pasara lo que pasase. Durante todo el camino iba tarareando una vieja canción, marcando el ritmo con su mano contra el volante, tratando de controlar sus nervios. Sin embargo la decisión estaba tomada y el ya no era el niño tímido de hacía quince años… al menos no del todo.

Quizá fue por esos nervios por lo que no vio la furgoneta blanca que venía demasiado deprisa, trazó mal una curva y le obligó a maniobrar, saliéndose de la carretera.

Esa misma tarde Díone paseaba por la playa cuando salió a su encuentro una chica escultural, rubia, de ojos azules, que tanto podría haber tenido dieciocho años cómo treinta, aunque ella sabía que era
bastante más vieja.


            — Hola hermana, ¡Cuánto tiempo ha pasado! Padre ya te echaba de menos.
            — ¿Que tal estás Psámate?
            — ¡Hermana! ¡Ya te he dicho que no me llames así! Nuestro padre fue muy cruel al ponerme ese nombre — Protestó mohína mientras daba un pisotón en la arena.
            — Nuestro padre siempre ha sido cruel, hermana, y también voluble y con un sentido del humor cruel — Dijo por darle la razón, aunque en su fuero interno sabía que no existía un nombre mejor para su rubia y delicada hermana.
            — ¡Tu no tienes un nombre tan horrible, así que no puedes decir nada! Pero bueno… ¿Por qué has tardado tanto esta vez?
— La verdad es que no lo sé, creo que por que me amaba de verdad.
— ¿Eso no lo hace más fácil?
— ¿No lo entiendes? A veces, es más difícil intentar atrapar algo que realmente necesitas que una cosa que sólo quieres por capricho. Su destino estaba sellado desde el primer día, pero las Moiras decidieron ser muy crueles esta vez.

             Tras esto, Díone se zambulló en el agua para que su hermana no viera las lágrimas que comenzaban a correr por sus mejillas, y no volvió a emerger.


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