jueves, 1 de octubre de 2015

El Tatuaje

         La resaca resonaba en la cabeza de Eric como los tambores de guerra en las películas y el estómago le rugía al borde del vómito.

—Me muero… no voy a volver a beber jamás… ¿cómo llegué a casa ayer?

        Tras media hora reuniendo fuerzas decidió arrastrarse a la ducha, esperando que el agua fría le ayudara a resucitar. Sin embargo, al bajarse de la cama un fuerte dolor le relampagueó en el costado izquierdo y su mano fue automáticamente hacia sus costillas, de modo que el dolor volvió a golpearle.

— ¿Qué es esto? ¿Me caí anoche? — Dijo, acercándose al espejo y subiéndose la camiseta.

        Al principio, Eric no creyó lo que tenía la parte alta de las costillas, justo por debajo del pectoral derecho. Se lavó la cara y volvió a subirse la camiseta, rezando para que no tuviera nada, pero allí estaba de nuevo: tatuado, en letras amplias y claras, las que se suelen usar para los números romanos, un nombre: VALERIA.

        El resto del día lo pasó amargado, tratando de recordar quién era esa chica, y sobre todo, en que momento se había hecho el tatuaje, pero era imposible, tenía la mente en blanco justo después de unos chupitos con unos amigos en una terraza de la que no recordaba el nombre.

— ¡Ey Fer! Tío me estoy muriendo, ¿recuerdas qué pasó anoche? Es que no me acuerdo de nada.
— ¡Eres un desastre! —Contestó la voz de su mejor amigo a través del teléfono — No sé, anoche te perdí de vista a eso de las tres, ya sabes que estaba por allí Ana y… pero bueno, ¿por qué me preguntas?, ¿te pasó algo?
— No nada nada, es que no me acuerdo de cómo llegué a casa y quería saber si me habías traído tú, supongo que ya me enteraré.
— ¡Ah vale! Me asustaste, bueno tío te dejo que he quedado.
— ¿Has quedado un domingo a media tarde?
— Si… he quedado con Ana — Eric podía notar a su amigo sonrojado incluso a través del móvil
— ¡Me alegro mucho Fer! Mucha suerte y ya me contarás ¿vale?

        El lunes, tuvo que ir a comprar unas cremas para evitar que el tatuaje se le infectara y miró en Internet algunos presupuestos para quitárselo con láser.

         El miércoles, mientras se ponía la crema y se tapaba el tatuaje con una venda, comenzó a pensar que el tatuaje no estaba tan mal, y que le daría algo que contar en el futuro.

       El jueves, se dijo a si mismo entre sonrisas que debería buscar alguna chica que se llamara Valeria y tratar de usar el tatuaje para ligar.

        El sábado por la mañana, cuando unos amigos lo llamaron para salir de fiesta aceptó sin pensárselo dos veces. Sin embargo, aquella fue una de esas noches que salir resultó más aburrido que quedarse en casa viendo la tele, ya que al parecer sus amigos habían decidido hacer una convención de parejas enamoradas y no se lo habían comunicado. Volvió a casa a eso de las tres, totalmente sobrio y agotado de buscar un taxi durante una hora.

—Bueno, al menos mañana no tendré un regalito nuevo.

         Al día siguiente, el sol entró por la ventana a mediodía, dándole de lleno en la cara y obligándole a despertarse. Se levantó y se marchó desnudo hacia el baño, pero al pasar por delante del espejo, se frenó en seco. En su dorsal izquierdo, había tatuado un nuevo nombre de mujer. Con las mismas letras romanas, tenía tatuado ELIZABETH.

         Eric pasó esa semana en su casa, intentando explicarse que había pasado. Obviamente aquello era una pesadilla, recordaba perfectamente todo lo que había hecho, y desde luego no había ido a ningún tatuador ni había conocido a ninguna Elizabeth. Lo único que se le ocurría es que se había convertido en una especie de sonámbulo con obsesión por los tatuajes. Aquella situación era ridícula y frustrante, pero no sabía cómo solucionarla.

         El Sábado por la tarde Eric cerró la puerta de su casa con llave, colocó el sofá de tal modo que impidiera abrir la puerta y se encerró en su habitación, jurándose que no iba a dormir. Pese a los dos litros de café, se despertó a las nueve de la mañana. Había pasado una noche horrible, repleta de pesadillas en las que salía de su casa, atravesaba la ciudad y entraba en la casa de una preciosa chica pelirroja y le preguntaba su nombre en susurros. Entonces le tranquilizó ver que la puerta seguía cerrada, pero no tardó en comprobar que bajo el primer tatuaje había otro, en este caso, el nombre elegido era MÓNICA.

         Durante las dos primeras semanas la policía no tenía seguridad de que ambos casos estuvieran conectados, aunque las similitudes fueran tantas. Cuando la tercera chica apareció muerta en su cama,
 la policía lo tuvo claro: tenían entre manos a un asesino en serie. Todos los casos eran iguales: aparecían muertas en su cama, sin que sus familias o vecinos hubieran oído absolutamente nada, sin notas de suicidio, sin huellas, sin rastros de violencia. La policía estaba totalmente perdida: las tres chicas eran de orígenes diferentes, vivían alejadas entre ellas, no tenían conocidos en común ni siquiera en las redes sociales y tampoco tenían aficiones compartidas.

         La policía trató de mantener el caso en secreto, con la esperanza de que no cundiera el pánico. Se recurrieron a los mejores especialistas pero no hubo ningún avance durante la tercera semana. Cuando la cuarta chica, una profesora de veintiocho años llamada Ana apareció muerta en su piso, en el que, según las cámaras de seguridad del edificio, nadie había entrado ni salido en toda la noche, fue imposible mantener el secreto.

          Eric no quería creer que aquellas cuatro chicas muertas fueran las que él tenía tatuado en sus costillas. La prensa no había dado nombres, así que no podía estar seguro, y esa era su única esperanza. Había dejado el trabajo y apagado el móvil, no contestaba a los mensajes que sus amigos le enviaban a través de Internet y ni siquiera había abierto cuando Fer se había plantado en su puerta unos días antes. Su único contacto con el exterior era la televisión, los periódicos online y el repartidor del restaurante chino al que pedía su comida cada noche. Pese a estar todo el día tumbado había perdido al menos diez kilos y lucía un aspecto demacrado y enfermo. Pero lo peor eran las pesadillas, cada semana eran más claras y recordaba más detalles, tanto que podría llegar a creer que realmente eran reales, de no ser porque la última semana se había atado a la cama, y se había despertado exactamente en el mismo lugar.

          La ciudad se encontraba en un estado de pánico, las chicas no salían sin estar acompañadas durante la noche. La policía había desplegado un dispositivo especial y la prensa no paraba de emitir programas especiales dando consejos y, en general, aumentando el grado de miedo en la sociedad. Todos los sospechosos habituales fueron revisados pero ninguno de los posibles asesinos resultó ser el culpable y mientras que las investigaciones se chocaban con un muro, las victimas seguían apareciendo, una cada sábado durante las últimas siete semanas.

         Cuando el octavo domingo al despertar, Eric sintió el ya familiar dolor de un tatuaje, como una quemadura a lo largo de sus costillas, no pudo evitar gritar. No podía más, estaba matando a unas chicas inocentes, pero él no tenía la culpa, el no había hecho nada, sin embargo las chicas seguían muriendo y la culpa lo martirizaba. Cada semana aparecía un nuevo tatuaje y una nueva chica aparecía muerta. Pero lo peor eran aquellos sueños, al principio había sentido terror de dormir, pero con el tiempo había llegado a sentir algo distinto, algo aún más aterrador, había llegado a sentirse... saciado. Los sueños se habían convertido en el único momento en que era libre.

         Desesperado, corrió hacia el baño, y siguiendo una costumbre que se había convertido en ritual, observó como en su costillar izquierdo había aparecido un nuevo nombre: SOFÍA. Desconsolado, lloró y se golpeó la cabeza contra la pared hasta hacerse sangre.

— ¡Un asesino! ¡Soy un asesino y un cobarde! ¡Las he matado!

         En ese momento sintió como si algo saliera de su cuerpo, cómo si algo lo abandonara y lo dejara a solas con sus pecados, se sintió completamente desamparado e indefenso. Se derrumbó y durante minutos se quedó hecho un ovillo en el suelo del baño, totalmente desnudo excepto por los tatuajes. Fue tras agotarse las lágrimas cuando tomó una decisión. Fue a la cocina y cogió un cuchillo del montón de loza sucia y mohosa que desbordaba el fregadero, cogió el teléfono móvil, que llevaba apagado más de un mes, y llamó a la policía.

—He sido yo, yo soy el asesino, yo las he matado.



         La policía tardó menos de quince minutos en localizar la llamada, acudir al piso y derribar la puerta. Cuando los equipos especiales invadieron el salón, encontraron a Eric muerto, sentado en su sillón, con el cuchillo clavado debajo del esternón, justo en medio de los nombres de las ocho mujeres asesinadas.
—Dígame doctor, ¿para que me ha llamado?
—Inspector Suárez supongo ¿Está usted al cargo del caso del asesino en serie?
—Así es, este es mi compañero, Hidalgo. ¿Tiene algo que decirme sobre el cadáver del sospechoso?
—Si, observe este tatuaje, ¿es el nombre de la última víctima verdad? Dijo señalando con su mano enguantada el nombre de Sofía.
—Si, es el nombre de la chica muerta el pasado fin de semana, ¿Por qué?
— Bueno, porque según el nivel de cicatrización, este es sin duda el último tatuaje que se hizo este hombre, y adivino que este otro es el de la chica muerta la semana pasada ¿verdad?
—Exactamente, pero no entiendo que quiere decir, todo eso ya lo sabíamos.
—Verá, el problema es que si no me equivoco, este tatuaje fue hecho el mismo domingo sobre cuatro o cinco horas antes de morir, esto es, sobre las cinco de la mañana. Más o menos una hora después de hacerlo la victima.
—Sigo sin ver el problema — interrumpió Hidalgo.
—Lo que el doctor trata de decirnos es que si sus cálculos son correctos, este sujeto tuvo que cruzar toda la ciudad hasta la casa de la víctima, matarla, parar para tatuarse y regresar en apenas una hora, lo cual es imposible supongo
—Y tanto —Añadió el forense— Un tatuaje así se tardaría casi una hora en hacer, cómo mínimo.
—O sea que este chaval es simplemente algún tipo de loco, pero alguna conexión debía de tener con el asesino si no, ¿cómo sabía el nombre de la última chica? Quizá el asesino sea el tatuador.
—No seas estúpido Hidalgo, eso nos dejaría con el mismo problema de tiempo. Sólo nos queda esperar que no haya ninguna víctima más, o al menos, ver si encontramos en el cuerpo de este tipo y en su piso alguna pista. Aunque algo me dice que no tendremos tanta suerte.

         Tras la muerte de Eric, los crímenes se detuvieron, y con el tiempo, la situación se tranquilizó, aunque la policía jamás dio el caso por cerrado. Años más tarde un reportaje especial en la prensa sensacionalista se plantearía cómo un chico de apenas veinte años sin ningún tipo de preparación ni antecedentes había logrado entrar en ocho viviendas distintas, sin dejar huellas, forzar las cerraduras ni aparecer en ninguna grabación de seguridad. Los expertos criminalistas se plantearían cómo y por qué habría matado a ocho mujeres con las que no tenía ninguna relación y sobre todo, se preguntaron el por qué, después de ocho crueles asesinatos, había decidido acabar con su vida. Y sobre todo, se planteaban si en algún lugar, escondido entre las sombras de la ciudad, estaría el auténtico asesino, esperando que la necesidad de matar lo obligara a salir de nuevo a la luz.

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