sábado, 5 de diciembre de 2015

El trono en el centro del laberinto

          Alejandro acostumbraba a salir tan tarde de su despacho en la universidad que lo habitual era cruzarse tan sólo con los miembros de seguridad. Dedicaba tantas horas a sus investigaciones como le era posible, repartiendo su tiempo entre la biblioteca y su despacho. Lo cierto es que la universidad le había dado todo aquello que le importaba en la vida: su carrera, sus investigaciones y su mujer.

La vió por primera vez durante su segundo año de carrera: ella le había preguntado por el libro que leía en aquel momento y él le había preguntado si quería salir con él unos cuatro minutos después. Sofía se había reído de su estupidez y le había dicho que si, que le gustaría tomar un café esa misma tarde. Alejandro jamás había hecho algo tan impulsivo en su vida, y afortunadamente no volvería a tener que hacerlo.

Precisamente era culpa de ella que hoy saliera temprano de trabajar. Habían quedado con sus suegros para cenar por su aniversario y tenía que recogerla en su trabajo a las ocho de la tarde en pleno centro, por lo que más le valía salir con tiempo para no llegar tarde, como siempre. Sofía tomaba con humor su impuntualidad porque sabía que él perdía el sentido del tiempo cuando estaba en su despacho, pero llevaba tiempo tratando de cambiar aquel defecto.
Su esposa lo esperaba como de costumbre en la orilla de la acera, justo en la parada de taxis del hotel dónde trabajaba. Llevaba un largo vestido y unos zapatos azul marino, se protegía la larga melena pelirroja de la fina lluvia con un paraguas blanco y con la otra mano mantenía un bolso del mismo color. Alejandro sonrió al verla, siempre le había impresionado su sencilla elegancia, algo que no le costaba ningún esfuerzo, al contrario que a él, que era incapaz de conjuntar la ropa sin una reunión de emergencia de su madre, su hermana y su esposa.

               —Perdone señorita, ¿Necesita que la lleve?
—Lo siento caballero, estoy esperando a mi marido. —Contestó ella seriamente, aunque el humor brillaba en sus ojos castaños protegidos por gafas — Hoy llegas cinco minutos temprano ¿Estás tratando de ganar puntos?
 —Eso nunca viene mal, nunca se sabe cuando los voy a necesitar.
—Creo que estás en menos doce ahora mismo.
—Mira que eres mala ¿Eh?
—Y por eso me quieres.

          Había casi una hora de carretera secundaria hasta casa de sus suegros, así que aprovecharon para ponerse al día. Aunque por lo general ella solía tener más anécdotas por el contacto con los turistas, Alejandro trataba de ponerla al día sobre sus avances y en ocasiones le arrancaba una de sus cantarinas carcajadas con algún comentario sobre sus alumnos. Tenían mucho de lo que charlar ya que apenas habían tenido tiempo libre en los últimos días de modo que la conversación era animada y distendida. Quizá fue ese el motivo por el que Alejandro no vio el camión que se saltó el stop por culpa del cansancio del conductor…

         Al despertar, Alejandro comprendió que todo había sido una pesadilla, que se había quedado dormido en la biblioteca, y que muy probablemente se había ganado una buena bronca de su mujer por recogerla tarde. Cinco segundos después se preguntó cómo había llegado a la biblioteca desde su despacho, y sobre todo por qué nadie le había despertado de su siesta. Trás diez segundos comenzó ha hacerse una idea de su entorno y se dió cuenta de que aquella no era la biblioteca de su facultad.

          El inmenso salón estaba iluminado por una extraña luz dorada indirecta de la que no se podía encontrar el origen pero que bañaba todo el entorno y daba un toque de irrealidad a la escena. El techo era de madera oscura al igual que las columnas, todo ello decorado con tallas de libros y pergaminos. Al ambiente arcaico, una mezcla de templo y de inmensa cabaña ayudaban también las estanterías de casi tres metros de altura que le rodeaban por todos lados. Al contrario que todas las bibliotecas que había visto en su vida, aquel sitio no parecía seguir un orden concreto, un amplio pasillo podía desembocar en una amplia intersección con bancos y mesas, o bien terminar bruscamente en una pared de libros. Otra cosa que le llamó la atención fue el hecho de que todos los libros y estanterías estaban marcadas con un escudo redondo, como el que se pueden ver en manos de los guerreros medievales de las películas. Nada de aquello parecía tener sentido, aunque de algún modo le resultaba familiar.
          Tras casi media hora de pasear sin observar las estanterías a su alrededor, de dar vueltas sin sentido y de volver a la misma intersección decidió intentar escalar una estantería. Pensó que de ese modo podría ver al menos de forma aproximada la salida de aquel lugar tan extraño, eso si no se despertaba antes en la cama de algún hospital junto a su esposa. Sin embargo, el paisaje que pudo observar desafió a su mente: realmente se encontraba en un laberinto que no parecía tener final. Estantería tras estantería los caminos parecía extenderse en todas direcciones, con la única distinción que parecía que la luz era mas intensa hacia su izquierda (o lo que él había decidido de forma irracional que era el Este) mientras que desde el Oeste parecía llegar una especie de anochecer sin estrellas.

             Justo en ese instante el tablón que estaba apoyado cedió a su peso y calló al suelo dándose un fuerte trastazo en la espalda, amplificado por un golpe humillante en la cabeza de un libro de tamaño mastodóntico. Alejandro lo cogió en sus manos con toda la intención de lanzarlo por el pasillo con ánimo vengativo e infantil cuando creyó ver un movimiento a lo lejos. Salió corriendo con todas sus fuerzas, aún algo mareado por el golpe, cuando al acabar el pasillo observó el origen del movimiento: un imponente ciervo avanzaba majestuoso por el pasillo, con dos cuervos apoyados en su cornamenta, uno a cada lado. Pero lo realmente increíble es que aquel animal parecía capaz de caminar por pasillos dónde por lógica no debería haber podido pasar, y sin embargo la punta de sus cuernos en ningún momento tocaban los libros de los laterales, como si los pasillos se adaptaran al paso del gigantesco animal, para luego volver a su tamaño original.

              —Es majestuoso ¿verdad? Se llama Eykpyrnir, de vez en cuando nos hace una visita, aunque no suele alejarse tanto del árbol.

            Alejandro se revolvió, cogido por sorpresa pero aliviado de oír una voz humana por fin. A su espalda se encontraba un anciano alto y elegantemente vestido.

          —Me llamo Benjamín, ¿cómo debo llamarte recién llegado? —El tono del anciano era melodioso y ligeramente arcaico, muy a juego con el entorno.
          —Yo soy Alejandro, esto… perdone mi brusquedad pero ¿quién es usted? ¿Qué es ese ciervo?... ¿Que es este sitio?
              —Eso son muchas preguntas ¿no crees? Es mejor que charlemos comiendo, hoy hay jabalí, por supuesto — En el tono de Benjamín pareció detectar cierto hastío, pero no supo detectar si era debido a sus preguntas o al menú, de modo que se encogió de hombros y lo siguió durante unos minutos que se hicieron eternos.
             —Vayamos por partes, como te decía, yo me llamo Benjamín, y soy lo mismo que tú, sólo que bastante más veterano.
              —No te entiendo, lo siento.
              —Ya lo harás, vayamos despacio. Dime, ¿cuál es tu campo de estudios?
              — Soy Filólogo, especializado en mitología, especialmente escandinava… un momento 
¿cómo sabe usted que soy un estudioso?
              — ¡Oh!, todos lo éramos, yo era físico, aunque hice algunas otras cosas.
              — ¿Éramos?
          —Aún no lo has entendido, dada tu especialidad deberías haber entendido ya dónde te encuentras, te daré una pista, estás muerto.
             — ¿Muerto? Pero estaba con mi mujer, no puedo estar muerto.
           — Bueno, no se que ha pasado con tu mujer, quizá ella también esté por aquí buscándote, o quizá haya ido a los salones de la señora, o incluso esté viva y llorando por ti. Si encuentras a alguna de las encargadas puedes preguntarle.
            —Encargadas… ¿pero de que estas hablando? ¿Me estas diciendo que esto es el Paraíso y que le pregunte a un ángel o algo así?
          —Jajajaja no, no creo que esto sea el Paraíso, y si se te ocurre llamar “ángel” a una de esas rubias probablemente te arranque la cabeza de un golpe. Créeme no lo hagas.
           —Entonces, ¿dónde estoy?
           —Fíjate en el dintel entre aquellas dos estanterías, ¿Qué es lo que ves?
           —Parece una pluma estilográfica tallada, aunque una un poco rara la verdad.
           —Fíjate de nuevo.
           —Mm… es… ¿Una lanza?
           —Exacto, concretamente es Gungnir, la lanza de Odín, y estás en el Valhala.
       
         Alejandro observó atentamente a aquel hombre que le decía aquella sarta de estupideces de forma tan calmada. No podía negar que se encontraba en un lugar extraño, pero aquello era demasiado. Simplemente no podía aceptarlo.

          —Supongamos que te creo… El Valhala es para guerreros, dónde los valientes se preparan para la batalla final, para luchar en el Ragnarok al lado de Odín… y yo no soy ningún guerrero.
         — ¿Nunca has oído que la pluma es más fuerte que la espada? El origen de esa frase proviene de estos salones. Odín es sabio, el señor de las runas, y sabe que ninguna guerra se gana solamente con las armas, se necesitan generales, ingenieros, sabios que busquen las debilidades del enemigo e incluso poetas que eleven la moral de las tropas. Existen casi tantos Valhalas cómo elegidos. ¿De veras crías que el Valhala era un gran salón dónde los guerreros comían y bebían atendidos por las valkirias día tras día?
         — Ya, pero aún así… esto no tiene nada que ver con los mitos.
         — Los vikingos eran un pueblo guerrero, y es lógico que imaginaran el más allá de acuerdo a su idiosincrasia. De hecho estoy seguro de que si tú hubieras sido un soldado ahora mismo estarías emborrachándote al lado de algún chavalote llamado Björn o algo así.
        —Esto es ridículo, yo ni siquiera creo en Dios, soy ateo desde siempre.
        —No tengo la respuesta a eso, no sé si hay más dioses, o uno sólo con diferentes caras, no tengo ni idea. Yo sólo sé que en el centro de este lugar, sentado en un trono bajo el árbol hay alguien que lo ve todo y que te ha seleccionado para la batalla final, que cree que puedes aportar algo para evitar el invierno eterno.

          —Yo sólo quiero volver con mi esposa, la echo de menos.
       —Ya te he dicho todo lo que sé, ahora debo volver a mis estudios. Deberías aprovechar, en estas bibliotecas está todo aquello que ha sido escrito o que lo será. En una ocasión encontré el original de Romeo y Julieta, y te aseguro que era bastante más picante de lo que se publicó después. Por supuesto también puedes intentar hablar con el jefe, pero no conozco a nadie que haya llegado al centro de este sitio, aunque si ves a uno de sus cuervos puedes preguntarles la dirección.

        Tras esto, Benjamín se levantó, se despidió en silencio llevándose el dedo índice a la frente y se alejó por un pasillo lateral mientras silbaba “Suspicious Minds”.

        Alejandro pasó varios días totalmente perdido en sus pensamientos. Durante este tiempo la luz dorada aumentaba y disminuía siguiendo un ritmo constante, y cada vez que sentía hambre o sed en aquella mesa dónde había charlado con Benjamín aparecían bandejas repletas de comida y jarras con la bebida que deseara. Probablemente fue aquella pequeña demostración de magia lo que le convenció por fin de que lo que le habían contado era real.

         En ese momento decidió que pasaría el resto de la eternidad tratando de encontrar el centro de aquel laberinto, caminando en busca de Odín para preguntarle por el paradero de su mujer, buscando en cada libro y cada pergamino cualquier pista sobre su amada. No iba a desfallecer porque sabía que pasara lo que pasase, en el final de los tiempos, a su derecha se encontraría su esposa, y frente a él, los enemigos que tratarían de separarle nuevamente de ella.

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