Antoine
llevaba dos meses trabajando en aquel tugurio ilegal y ya estaba
hasta las narices de aguantar borrachos, jugadores empedernidos e
indeseables difíciles de calificar, pero necesitaba el dinero. Tenía
dos hijos que mantener y una mujer que se había marchado con un pijo
hacía ya tres años, en los que ni siquiera se había acordado del
cumpleaños de los gemelos. Él nunca se había considerado un gran
marido, aunque al menos le había sido fiel, pero desde luego, había
sido mucho mejor padre que la innombrable. Su primo, el dueño de
aquel local de juego, le había advertido que tendría que tratar con
algunas personas bastante curiosas pero no lo había preparado para
aquella gente. Antoine nunca habría creído que acabaría
trabajando para la oveja negra de la familia, pero allí ganaba cinco
veces más que en la pizzería dónde trabajaba antes, aunque jamás
le diría a sus hijos que había acabado allí. Al fin y al cabo sólo
faltaban doce años para que Will y Anthonie fueran a la universidad,
así que en quince o veinte podría salir de aquella cloaca,
ironizaba para si mismo.
Lo único que
se exigía para entrar a aquel sótano escondido bajo una tienda de
animales de Crimson Road era enseñar el dinero antes de entrar, o
bien tener una cuenta en la casa, algo que por lo general acababa con
el “cliente” perdiendo el coche, la casa o las piernas, según la
cantidad de dinero. El primo Rick no era mal tipo, pero era muy serio
con aquellas cosas. Antoine actuaba como la mano derecha del jefe (no
quería saber que había sido del anterior encargado) , y con él
trabajaban cinco chicas en las mesas de juego y seis chavales “de
seguridad” que hacían las labores de cobrador por un dinero extra.
En su opinión su primo debía de ser algún jefecillo de la mafia o
algo así, pero a Antoine no le interesaba ni quería saber
absolutamente nada al respecto.
El trabajo del encargado
consistía básicamente en tratar con los clientes, invitarles a
copas para que perdieran el control de lo que jugaban, vigilar que no
se hicieran trampas y, sobre todo, decidir cuando debían actuar los
chicos de seguridad. Por lo general se trataba de un trabajo
sencillo, aquellos que venían al local sabían perfectamente dónde
entraban y entendían perfectamente las normas de la casa, o no
tardaban en hacerlo.
Aquel martes era un día
tranquilo, todos los clientes estaban convenientemente borrachos y
apostando la herencia de sus hijos, de modo que Antoine se dedicó a
estudiar a las próximas víctimas de la pobreza.
En la única mesa
ocupada habían un par de pequeños empresarios que pretendían
impresionar a un tercero a base sus ropas más caras y de gastar un
dinero que probablemente no tenían. Junto a ellos habían dos
habituales, niñatos ricos de cuna que estaban estudiando en la
universidad y cuyos padres no tenían ni idea de que en los gastos de
sus hijos se incluían las pérdidas al poker. En las máquinas
tragaperras estaba Asth, cómo cada día.
Antoine no sabía de
dónde sacaba el dinero pero aquel tipo pagaba con sus pérdidas la
factura diaria en licor. Al contrario que otros habituales, aquel
tipo era extremadamente callado. Se limitaba a entrar al anochecer,
pagar todas sus copas y vaciaba sus bolsillos jugando en las máquinas
o el BlackJack, a media noche se marchaba y al día siguiente repetía
de nuevo el mismo proceso, cada día sin excepción. Siempre llegaba
impecablemente vestido, con traje y corbata. Antoine había advertido
que solía tener mala cara al llegar, pálida y enfermiza, aunque
tras tomar un par de copas mejoraba visiblemente. Era extraño,
pensó, pero al terminar la noche era de los pocos clientes que podía
caminar recto, y jamás se lamentaba de sus pérdidas. La mayor parte
de las trifulcas ocurrían a esa hora, cuando los clientes se negaban
a marcharse antes de recuperar sus pérdidas, o bien estaban
demasiado borrachos para aceptar la derrota. Sin embargo Asth se
limitaba a marcharse tranquilamente, despedirse de las chicas con
aquellos juveniles y pícaros ojos azules y salir por la puerta.
La noche pasó
rápidamente, y Antoine llamó a un taxi para que le llevara a casa,
ya que su coche estaba en el taller desde hacía días. Al pasar
cerca del estadio observó a una figura que caminaba con los hombros
encogidos, protegiéndose de la nieve. Cuando estuvo más cerca
comprobó que era el señor Asth. Seguramente no le había quedado
dinero para pagar un taxi, y Antoine supuso que no le haría mal
ayudarle, de modo que pidió al conductor que parara junto al hombre.
— ¿Señor Asth, quiere
que le lleve?
— Mmm... esto...
Antoine ¿Verdad? Se lo agradezco, la verdad es que hace algo de
fresco para ir de paseo.
Resultó que su
acompañante vivía tan sólo a unas manzanas de su propia vivienda
de modo que el traslado no se encareció demasiado. En una educada y
algo reservada conversación descubrieron que ambos estaban solteros,
y, al parecer, ambos habían tenido problemas con la mujer a la que
habían amado, aunque el jugador no se había explayado en detalles,
evidentemente incómodo.
— Ha sido un placer,
espero que podamos charlar más otro día — Se despidió más por
educación Antoine que por un verdadero interés.
— Por supuesto,
seguramente nos veamos pronto.
A la mañana siguiente,
Antoine salió a dar su paseo de costumbre y sus pasos le llevaron
inconscientemente hacia la zona en la que Asht se había bajado del
taxi. Al pasar bajo un puente peatonal, observó con desagrado que un
vagabundo estaba cruzado durmiendo bajo unos cartones de lado a lado,
de modo que tendría que saltarle para poder continuar. Al pasar un
pié sobre el durmiente, golpeó sin querer uno de los cartones y se
quedó de piedra, el vagabundo era el señor Asth. Sin embargo, se
encontraba en un estado lamentable, con los ojos hinchados y unas
extrañas marcas pálidas y verduscas poblaban su rostro. Asustado,
Antoine pensó que quizá alguien le había dado una paliza anoche y
lo había abandonado allí. Sin embargo, al tocarlo con la mano, Asht
se despertó, y al ver aquellos ojos completamente negros, sin rastro
de el color azul grisáceo habitual, cualquier preocupación fue
reemplazado por el pánico y salió corriendo. Al salir del puente se
encontró a aquel hombre de tez necrotizada cerrándole el paso.
—No se preocupe, no le
va a pasar nada. No tengo nada contra usted.
Apenas quince minutos
después, se encontraba tomando un café en un bar cercano y
observando cómo aquel... ¿hombre? Se tomaba un whisky con hielo
pese a ser las nueve y media de la mañana.
— ¿Que...?¿Que es
usted?¿Cómo me ha convencido de que venga aquí?¿Me ha hipnotizado
o algo así?
—Las dos últimas
preguntas tienen una respuesta muy sencilla, es usted idiota y
demasiado cotilla para su propio bien. Las otras son algo más...
complejas.
—No... en serio, me ha
hecho algo... me ha dicho que fuéramos a tomar una copa y he venido,
aunque mi mente me gritaba que corriera.
Cómo cualquier
afroamericano de New Orleans, y más aún uno con una abuela de
origen haitiano, había crecido con historias de vudú, y aunque no
era un creyente, era difícil quitarse la loza de cientos de años de
tradiciones. Ahora todos las creencias que había descartado como
tonterías volvían a su mente con fuerza.
— No eres un zombi...
¿Que eres?¡Joder!
Asth le dedicó de nuevo
una mirada penetrante con aquellos ojos que volvían a ser azules.
—Soy un demonio
Aquello le cayó como un
jarro de agua, devolviéndole a la realidad. Todo aquello era
imposible.
—No me tome el pelo, en
serio, ¿que droga toma?
—Lo digo en serio, soy
un demonio. Existimos, como los ángeles.
—¿Y los elfos?
—¿Quién toma el pelo
a quién ahora? No, esos son seres de ficción, aunque seguramente
inspirada en una imagen romántica de los ángeles ahora que lo
dices.
—Eso quiere decir
que... eres malvado.
—No exactamente... o
si... Verás, tanto los demonios como los otros somos... expresiones
del espíritu humano... la... representación de los extremos del
alma humana. Nosotros representamos todas las perversiones y maldades
que pueden realizar los hombres, los ángeles representan la otra
cara de la moneda por así decirlo. No podemos ser más malignos que
los propios humanos. Lo que significa que podemos ser muy malvados
supongo.
—No te creo, es
imposible, tu no puedes ser un demonio, los demonios son rojos y con
cuernos...
—Estoy disfrazado, —
le cortó secamente— No... los demonios tenemos tantas formas como
pecados tiene el ser humano. De todas maneras esta no es mi forma
real, y yo tampoco soy del todo un demonio... ya no.
—Dijiste que lo eras,
no te entiendo — Dijo, cada vez más nervioso Antoine, que ahora
comprobaba que las manchas de la cara de aquel loco se movían
lentamente.
—Lo dejé, renuncié...
por amor. Conocí a una mujer en uno de mis paseos por el mundo para
alimentarme de pecado... y me enamoré. Ella era perfecta, y yo no
podía perderla, así que renuncié a mis legados y me... “humanicé”.
—¿Por una mujer? Desde
luego, son capaces de conseguir lo que quieren pero esto...
—Ella era maravillosa,
y me amaba de verdad, sin reservas, aunque por supuesto, no sabía lo
que yo había sido. Ella amaba al humano en que me había convertido,
y yo trataba de ser una buena pareja, lo hice lo mejor que pude, pero
al final la perdí.
—¿Que ocurrió?
—Comencé a morir.
—¿Qué?
— Nunca fui del todo
humano, en el fondo, no tengo alma, tengo... algo distinto, un vacío,
una... necesidad, y esa necesidad se alimenta de pecado. De repente
dejé de alimentarla y me volví más humano, pero comencé a morir.
Una mañana en que ella se había ido de vacaciones con unas amigas
me levanté como ves y no supe que hacer. Comencé a investigar que
me había pasado, hablé com médicos, con mediums e incluso traté
de contactar con los ángeles, pero estos me rehuían. Hasta que
finalmente uno de los míos decidió regodearse en mi dolor y me
explicó lo que me pasaba. Al parecer, gracias a la lujuria que había
sentido por mi esposa mi muerte había avanzado muy lentamente, pero
al final, mi naturaleza estaba cobrándome factura he iba a
desaparecer.
—Y ¿Qué hiciste?
—Lo único que podía
hacer, volví a pecar. Comencé a beber más de la cuenta, a
drogarme, a jugar... una vez, desesperado por detener mi muerte, me
acosté con otra mujer. Lo que yo no sabía es que Anna estaba
pensando en dejarme. Ella me amaba y me perdonaba aunque era difícil
vivir con un borracho y ludópata, pero no pudo perdonarme cuando me
descubrió en la cama con otra, de modo que la perdí para siempre.
—¿Y desde entonces
vives así? Entiendo que los tuyos no te ayuden, pero... ¿ no te
pueden ayudar los ángeles?
—Jajajaja ¿esos
estúpidos estirados? Nosotros tenemos un dicho: Sólo hay una puerta
para entrar al cielo, pero cientos para entrar al infierno, y si no,
siempre puedes entrar por la ventana. No... los ángeles son
demasiado... estrictos, rechazan todo aquello que no se corresponde
con su ideal. Los demonios por el contrario son más liberales, pero
yo rechacé ser uno de ellos y no puedo volver aunque quisieran
acogerme de nuevo. Sólo me queda morir, o mejor dicho, desaparecer,
ya que nosotros no morimos cómo ustedes. No tenemos alma que
trascienda, así que simplemente desaparecemos. Estoy desando morir,
no soy ni ángel ni demonio ni humano, estoy condenado.
—¿Y por qué no
mueres? Solamente tendrías que dejar de pecar y por fin
descansarías. Obviamente estas sufriendo.
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