jueves, 28 de enero de 2016

La enfermedad

          Antoine llevaba dos meses trabajando en aquel tugurio ilegal y ya estaba hasta las narices de aguantar borrachos, jugadores empedernidos e indeseables difíciles de calificar, pero necesitaba el dinero. Tenía dos hijos que mantener y una mujer que se había marchado con un pijo hacía ya tres años, en los que ni siquiera se había acordado del cumpleaños de los gemelos. Él nunca se había considerado un gran marido, aunque al menos le había sido fiel, pero desde luego, había sido mucho mejor padre que la innombrable. Su primo, el dueño de aquel local de juego, le había advertido que tendría que tratar con algunas personas bastante curiosas pero no lo había preparado para aquella gente. Antoine nunca habría creído que acabaría trabajando para la oveja negra de la familia, pero allí ganaba cinco veces más que en la pizzería dónde trabajaba antes, aunque jamás le diría a sus hijos que había acabado allí. Al fin y al cabo sólo faltaban doce años para que Will y Anthonie fueran a la universidad, así que en quince o veinte podría salir de aquella cloaca, ironizaba para si mismo.

          Lo único que se exigía para entrar a aquel sótano escondido bajo una tienda de animales de Crimson Road era enseñar el dinero antes de entrar, o bien tener una cuenta en la casa, algo que por lo general acababa con el “cliente” perdiendo el coche, la casa o las piernas, según la cantidad de dinero. El primo Rick no era mal tipo, pero era muy serio con aquellas cosas. Antoine actuaba como la mano derecha del jefe (no quería saber que había sido del anterior encargado) , y con él trabajaban cinco chicas en las mesas de juego y seis chavales “de seguridad” que hacían las labores de cobrador por un dinero extra. En su opinión su primo debía de ser algún jefecillo de la mafia o algo así, pero a Antoine no le interesaba ni quería saber absolutamente nada al respecto.

          El trabajo del encargado consistía básicamente en tratar con los clientes, invitarles a copas para que perdieran el control de lo que jugaban, vigilar que no se hicieran trampas y, sobre todo, decidir cuando debían actuar los chicos de seguridad. Por lo general se trataba de un trabajo sencillo, aquellos que venían al local sabían perfectamente dónde entraban y entendían perfectamente las normas de la casa, o no tardaban en hacerlo.

        Aquel martes era un día tranquilo, todos los clientes estaban convenientemente borrachos y apostando la herencia de sus hijos, de modo que Antoine se dedicó a estudiar a las próximas víctimas de la pobreza.

          En la única mesa ocupada habían un par de pequeños empresarios que pretendían impresionar a un tercero a base sus ropas más caras y de gastar un dinero que probablemente no tenían. Junto a ellos habían dos habituales, niñatos ricos de cuna que estaban estudiando en la universidad y cuyos padres no tenían ni idea de que en los gastos de sus hijos se incluían las pérdidas al poker. En las máquinas tragaperras estaba Asth, cómo cada día.

          Antoine no sabía de dónde sacaba el dinero pero aquel tipo pagaba con sus pérdidas la factura diaria en licor. Al contrario que otros habituales, aquel tipo era extremadamente callado. Se limitaba a entrar al anochecer, pagar todas sus copas y vaciaba sus bolsillos jugando en las máquinas o el BlackJack, a media noche se marchaba y al día siguiente repetía de nuevo el mismo proceso, cada día sin excepción. Siempre llegaba impecablemente vestido, con traje y corbata. Antoine había advertido que solía tener mala cara al llegar, pálida y enfermiza, aunque tras tomar un par de copas mejoraba visiblemente. Era extraño, pensó, pero al terminar la noche era de los pocos clientes que podía caminar recto, y jamás se lamentaba de sus pérdidas. La mayor parte de las trifulcas ocurrían a esa hora, cuando los clientes se negaban a marcharse antes de recuperar sus pérdidas, o bien estaban demasiado borrachos para aceptar la derrota. Sin embargo Asth se limitaba a marcharse tranquilamente, despedirse de las chicas con aquellos juveniles y pícaros ojos azules y salir por la puerta.

          La noche pasó rápidamente, y Antoine llamó a un taxi para que le llevara a casa, ya que su coche estaba en el taller desde hacía días. Al pasar cerca del estadio observó a una figura que caminaba con los hombros encogidos, protegiéndose de la nieve. Cuando estuvo más cerca comprobó que era el señor Asth. Seguramente no le había quedado dinero para pagar un taxi, y Antoine supuso que no le haría mal ayudarle, de modo que pidió al conductor que parara junto al hombre.

— ¿Señor Asth, quiere que le lleve?
— Mmm... esto... Antoine ¿Verdad? Se lo agradezco, la verdad es que hace algo de fresco para ir de paseo.

           Resultó que su acompañante vivía tan sólo a unas manzanas de su propia vivienda de modo que el traslado no se encareció demasiado. En una educada y algo reservada conversación descubrieron que ambos estaban solteros, y, al parecer, ambos habían tenido problemas con la mujer a la que habían amado, aunque el jugador no se había explayado en detalles, evidentemente incómodo.

— Ha sido un placer, espero que podamos charlar más otro día — Se despidió más por educación Antoine que por un verdadero interés.
— Por supuesto, seguramente nos veamos pronto.

          A la mañana siguiente, Antoine salió a dar su paseo de costumbre y sus pasos le llevaron inconscientemente hacia la zona en la que Asht se había bajado del taxi. Al pasar bajo un puente peatonal, observó con desagrado que un vagabundo estaba cruzado durmiendo bajo unos cartones de lado a lado, de modo que tendría que saltarle para poder continuar. Al pasar un pié sobre el durmiente, golpeó sin querer uno de los cartones y se quedó de piedra, el vagabundo era el señor Asth. Sin embargo, se encontraba en un estado lamentable, con los ojos hinchados y unas extrañas marcas pálidas y verduscas poblaban su rostro. Asustado, Antoine pensó que quizá alguien le había dado una paliza anoche y lo había abandonado allí. Sin embargo, al tocarlo con la mano, Asht se despertó, y al ver aquellos ojos completamente negros, sin rastro de el color azul grisáceo habitual, cualquier preocupación fue reemplazado por el pánico y salió corriendo. Al salir del puente se encontró a aquel hombre de tez necrotizada cerrándole el paso.

—No se preocupe, no le va a pasar nada. No tengo nada contra usted.

         Apenas quince minutos después, se encontraba tomando un café en un bar cercano y observando cómo aquel... ¿hombre? Se tomaba un whisky con hielo pese a ser las nueve y media de la mañana.

— ¿Que...?¿Que es usted?¿Cómo me ha convencido de que venga aquí?¿Me ha hipnotizado o algo así?
—Las dos últimas preguntas tienen una respuesta muy sencilla, es usted idiota y demasiado cotilla para su propio bien. Las otras son algo más... complejas.
—No... en serio, me ha hecho algo... me ha dicho que fuéramos a tomar una copa y he venido, aunque mi mente me gritaba que corriera.

        Cómo cualquier afroamericano de New Orleans, y más aún uno con una abuela de origen haitiano, había crecido con historias de vudú, y aunque no era un creyente, era difícil quitarse la loza de cientos de años de tradiciones. Ahora todos las creencias que había descartado como tonterías volvían a su mente con fuerza.

— No eres un zombi... ¿Que eres?¡Joder!

           Asth le dedicó de nuevo una mirada penetrante con aquellos ojos que volvían a ser azules.

—Soy un demonio
Aquello le cayó como un jarro de agua, devolviéndole a la realidad. Todo aquello era imposible.

—No me tome el pelo, en serio, ¿que droga toma?
—Lo digo en serio, soy un demonio. Existimos, como los ángeles.
—¿Y los elfos?
—¿Quién toma el pelo a quién ahora? No, esos son seres de ficción, aunque seguramente inspirada en una imagen romántica de los ángeles ahora que lo dices.
—Eso quiere decir que... eres malvado.
—No exactamente... o si... Verás, tanto los demonios como los otros somos... expresiones del espíritu humano... la... representación de los extremos del alma humana. Nosotros representamos todas las perversiones y maldades que pueden realizar los hombres, los ángeles representan la otra cara de la moneda por así decirlo. No podemos ser más malignos que los propios humanos. Lo que significa que podemos ser muy malvados supongo.
—No te creo, es imposible, tu no puedes ser un demonio, los demonios son rojos y con cuernos...
—Estoy disfrazado, — le cortó secamente— No... los demonios tenemos tantas formas como pecados tiene el ser humano. De todas maneras esta no es mi forma real, y yo tampoco soy del todo un demonio... ya no.
—Dijiste que lo eras, no te entiendo — Dijo, cada vez más nervioso Antoine, que ahora comprobaba que las manchas de la cara de aquel loco se movían lentamente.
—Lo dejé, renuncié... por amor. Conocí a una mujer en uno de mis paseos por el mundo para alimentarme de pecado... y me enamoré. Ella era perfecta, y yo no podía perderla, así que renuncié a mis legados y me... “humanicé”.
—¿Por una mujer? Desde luego, son capaces de conseguir lo que quieren pero esto...
—Ella era maravillosa, y me amaba de verdad, sin reservas, aunque por supuesto, no sabía lo que yo había sido. Ella amaba al humano en que me había convertido, y yo trataba de ser una buena pareja, lo hice lo mejor que pude, pero al final la perdí.
—¿Que ocurrió?
—Comencé a morir.
—¿Qué?
— Nunca fui del todo humano, en el fondo, no tengo alma, tengo... algo distinto, un vacío, una... necesidad, y esa necesidad se alimenta de pecado. De repente dejé de alimentarla y me volví más humano, pero comencé a morir. Una mañana en que ella se había ido de vacaciones con unas amigas me levanté como ves y no supe que hacer. Comencé a investigar que me había pasado, hablé com médicos, con mediums e incluso traté de contactar con los ángeles, pero estos me rehuían. Hasta que finalmente uno de los míos decidió regodearse en mi dolor y me explicó lo que me pasaba. Al parecer, gracias a la lujuria que había sentido por mi esposa mi muerte había avanzado muy lentamente, pero al final, mi naturaleza estaba cobrándome factura he iba a desaparecer.
—Y ¿Qué hiciste?
—Lo único que podía hacer, volví a pecar. Comencé a beber más de la cuenta, a drogarme, a jugar... una vez, desesperado por detener mi muerte, me acosté con otra mujer. Lo que yo no sabía es que Anna estaba pensando en dejarme. Ella me amaba y me perdonaba aunque era difícil vivir con un borracho y ludópata, pero no pudo perdonarme cuando me descubrió en la cama con otra, de modo que la perdí para siempre.
—¿Y desde entonces vives así? Entiendo que los tuyos no te ayuden, pero... ¿ no te pueden ayudar los ángeles?
—Jajajaja ¿esos estúpidos estirados? Nosotros tenemos un dicho: Sólo hay una puerta para entrar al cielo, pero cientos para entrar al infierno, y si no, siempre puedes entrar por la ventana. No... los ángeles son demasiado... estrictos, rechazan todo aquello que no se corresponde con su ideal. Los demonios por el contrario son más liberales, pero yo rechacé ser uno de ellos y no puedo volver aunque quisieran acogerme de nuevo. Sólo me queda morir, o mejor dicho, desaparecer, ya que nosotros no morimos cómo ustedes. No tenemos alma que trascienda, así que simplemente desaparecemos. Estoy desando morir, no soy ni ángel ni demonio ni humano, estoy condenado.
—¿Y por qué no mueres? Solamente tendrías que dejar de pecar y por fin descansarías. Obviamente estas sufriendo.
— Es por culpa de algo que tienen los humanos, de una enfermedad que todos teneis y que yo contraje al estar con ustedes. Estoy enfermo de esperanza aún espero que ella vuelva a mí, aunque sé que es imposible. Aún la amo y espero que ella me ame de nuevo.


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